viernes, junio 24, 2005

Chicas chicas chicas

Chicas chicas chicas
La dura tío son tan chiquititas que no me creo sus carnes sueltas
Salieron al tiro como tres botellas de pisco se fueron los celulares
Nos volvieron a pisar por unas moneas
No me pongai sobrenombres conchetumadre
Perfecto perfecto perfecto
Jenniffer la Rossana no sé con quién se va a ir
La dura tío
Vos soi chileno vos soi brasileño somo todos tan abandonados la dura la dura
Pintá de payasita
Vestía de warrior
Se toma un café tras otro en vasito de plumavit
¿Estai casao?
Permiso compadrito
Cagué
Cagamos
La dura tío
Nos vamos mejor
La gente llenó la micro y se acabaron todos todos todos los problemas
Nosotras dos somos tortilleras
Bájate bájate bájate
Saluda con la bocina a todas las camboyanas
No te la puedes perder ahora estirada como tigresa flaite y flacuchenta sobre el ancho borde en frente del señor chofer
Permiso permiso y sonrisa blanca estaban a nivel
Carolina discotec lo voy a hacer
No se haga tarde
Sweet dreams are made of this
No se puede buscar la maña
Se los llevó el asado de otro dios
Le baila su jip jop con los enormes fonos puestos en el mate
¿Quién pidió qué pares?
Segunda noche de carrete
Explícame bien
Se estira la princesita
Se pinta el hoyo se pinta el hoyo gritan y se ríen pero ella grita más fuerte y esto es el silencio muñeca tío la dura por Pajaritos ya nos vamos a llevar
Conviden un bidón de sangre
No me creerían
Aquí vi tu amante
Sácate la pintura al tiro
La mirada extraña y el timbre que suena
Mañana será mañana
Se para la tigresa flaite
Viene y se pone detrasito y abraza al señor chofer y se convierte en una experiencia literaria casi poética
Dónde te vai
Qué onda
Qué qué qué las calles ni se piensan
Están vacías
Chimpun chimpun
Todas son almas tecno-tribal-electrónicas
Eso es una fuga y un OS7
La perra levante su cola su sombrita su basurero
Se corre la tigresa para atras dónde las otras
Hace rato se sacaba la pintura con saliva y confort mirándose en el retrovisor que ni muestra lo que fue
Denantes era payasita
Ahora es a secas cabrachica y sigue de uniforme warrior
This is the rhythm of the night
Entonces viene y se vienen todas p´aelante la de buzo de colegio y piercing en el labio inferior tendrá diez años tendrá nueve tendrá cada vez menos la mirada limpia
La de peto negro le dicen teletubi y ella se enoja cuando lo hacen dice no se metan en mi vida
La de buzo verde o celeste everlast mula podría ser mayor que todas
Podría pero no quiere
Va y se chupa el dedo y fuma y le da unos besos calentones a un cabrode jockey rojo no más de once tiene este give all your love
Es la estridencia y un olor a quemado nos despierta la dura tío tío
Lleve a los góticos estos
No tienen moneas
No hay niuna micro así que se van a tener que ir a patita dice el señor chofer ja ja ja quedaron locos los locos
Asqueroso dice la teletubi y le tira no sé qué cosa a no sé quién
La dura tío la de buzo como de colegio todavía no se saca la pintura y aún está de payasita
Nadie tiene frío aquí
Nadie se calla
Nadie se duerme
Y vamos a la plaza de Maipú
Gracias mi guacha mi hermana
La teletubi se estira donde mismo se estiraba la tigresa flaite pero la teletubi no es tigresa y la tigresa abraza al señor chofer mientras alguien le habla del patas negras y se ríen se ríen todas
Me río también
Esta es tu noche d ecarrete y la transitamos para todo el mundo vía internet dice la radio
Wena papi wena papi aplausos por la maniobra casi chocamos pero pasamos raspando
La teletubi casi llora un poco la tigresa flaite abraza más al supremo piloto
En esta micro no hay ni un cristo pegado con moco ni un estiquer de la virgencita
Qué vamos a hacer cómo rezarle a alguien
La dura tío
El camino es demasiado largo y ahora se empiezan a dormir los locos
La de buzo colegial tiene las manos verdes y otro piercing en la nariz y ella también se transforma repentinamente en experiencia litararia
Sonido único voz dramática la noche esdrújula american idiot american idiot american idiot estos son Los Angeles Santiago y la Villa San Luis ahora todos cantan en inglés
La dura tío todos cantan en inglés desafinado y perfecto los dormidos las despintadas los molestosos los engomados y el señor chofer
La tigresa flaite canta canta canta pobre del weón que no se cante el coro
American idiot american idiot american idiot la dura tío
Son las cuatro y dos minutos me bajo sobre corriendo la tigresa y su corte se pierden más allá por la avenida demasiado luminosa esta

“Señor”, le dije

“Señor”, le dije, ”usted tiene que irse a descansar”.

Es la noche cualquiera, otra madrugada infame, apenas las dos de una mañana en la que otra vez estuvimos a punto de morir o algo peor.

Cruzamos la ciudad haciéndole el quite a las infinitas llagas con que el progreso la hiere, para esplendor y gloria del que cortará la cinta en su inauguración. El futuro está allí, brilloso, iluminado con sus luces de neón privatizado y su asfalto recien seco. Carreteras, puentes, trencitos urbanos, colectores milagrosos que tragarán lluvias que ni piensan llegar. El futuro está allí, pero el presente es un enorme hoyo que nos cerca como en guerra, con máquinas de ojos luminosos que destrozan el cansado pavimento de nuestras infancias. El presente es de estos viejos que con sus cascos amarillos palean silenciosos en la oscuridad, o perforan hacia abajo rogando que esta vez el plano este mejor hecho, para así no echarse otra matriz de agua potable. El presente es de estos insomnes bandereros que levantan un cartel redondo y verde donde dice “siga”, mientras el tránsito se desordena solo y se encabrita, buscando algún camino que se abra.

El futuro es la gloria de una supercarretera que sabrá llevar a su destino a todos los obreros, a todas las vendedoras de tienda y supermercado, a todos los ascensoristas bien terneados y mal pagados, a los contadores, a estas colegialas aburridas de estudiar. El futuro es el peaje que marcará la ida y el regreso de la casa a la pega, o vice versa, que al final resultan ser lo mismo: recintos, recintos, sólo eso.

El presente está allí, frente a mis ojos. Como dije, son las dos de una madrugada devastadora. El chofer del radiotaxi que me lleva de vuelta a casa se ha quedado dormido mientras conducía. Por alguna razón que me supera, yo desperté en el momento justo para alcanzar a advertirle. Él fue y frenó de golpe, frente a una barrera de metal pintada de color naranja reflectante.

Suelto un gran suspiro de alivio. “Por ahora no me toca”, me dije. Seguramente lo mismo pensó el obrero que, tras la barrera, nos miraba, con su gesto de espanto congelado aún: las manos adelante, como tratando de detener él por su cuenta el movil que se le venía encima.

Mientras el chofer del taxi trata de volver a su marcha normal, le digo eso de que debe descansar. Él me responde con un par de palabras masculladas que apenas alcanzo a entender, y que no me interesan demasiado. Sólo quiero llegar luego a casa, a ver si me salvo un par de días más.

Mientras le hablo cosas sin sentido, por la pura necesidad de mantener despierto al tipo, sigo examinando la devastación de las calles. Ahora ya no estoy tan seguro de si el futuro está allí o acá, o si el presente es apenas una estúpida linea de conos reflectantes que separan el si del no, el frío del calor, el llegué del nunca fuiste.

El conductor, nervioso, se pasa la mano por la cara varias veces, y mantiene baja la velocidad del movil. A ambos lados de la zigzagueante ruta, la vida sigue su curso implacable. Algunos pubs y botillerías iluminan la noche sedienta. Un carrito de completos es el exito total de este trasnoche, rodeado de vehículos con sus puertas abiertas y las radios funcionando a todo dar. La gente se ve tan contenta mientras come que casi le pido que nos detengamos a comer algo de su felicidad con palta, mayonesa y ketchup.

Cuando los temas de conversación se me agotan, llegamos a destino. Firmo rápidamente el vale, le deseo la mejor de las suertes y abro la reja. En esta calle todo está tranquilo. El futuro aún no nos taladra el piso ni nos revienta la matriz. El presente es, entonces, lo de más allá: la cama tibia, tu piel dormida.

Entonces otra vez es sábado

Entonces otra vez es sábado y son las seis y media de la mañana. Le gané al sueño y fui capaz de despertar temprano para que el radiotaxi me trajese hasta acá, a tiempo de entrar a la pega.

Este día está de más, pienso. Mi trabajo consiste en controlar a los escolares que usan el metro, pedirles el carnet junto a los torniquetes, pasearme por la mesanina, conversar con los guardias, mirar los autos que se pierden por la carretera rumbo al sur. Y digo que este día está de más por que los sábados casi no pasan escolares por aquí. Y aun en la semana tampoco son muchos los que viajan en el tren subterráneo. En fin.

Cuando el guardia nocturno me abre las rejas de la estación, nos saludamos brevemente. Yo entro rapidito a la sala de colación para tomar el té de rigor. Hace fío y aún no se decide a salir el sol.

El guardia me sigue y me acompaña en mi desayuno.

Anoche se sintió un ruido p´al lao de la carretera - me comenta -. Como que algo se le cayó de un camión, parece. Yo traté de ver pero no se nota bien –agregó.

De primera no lo pesqué mucho. Es que después de una noche solitaria en la estación, estos gallos tienen puras ganas de hablar. Es que de repente cuentan unas historias aburridas y agrandadas de cosas que se ven o se pretenden ver en las tinieblas de andenes y túneles, y ya no me impresionan tanto. No me vengan con más apariciones ni con minas que se ofrecen a calentar el trasnoche. Por lo menos hoy no.

O nunca tanto en realidad, ya que apenas el guardia de la noche se retiró, y el sol alumbró también, me asomé a mirar por la baranda hacia la pista norte de la carretera. Ya estabamos presentes todos los del turno: el chico Ríos, jefe de estación. Julito Candia, boletero eterno. El señor Bahamondes, guardia serio y formal, que recién tomaba su turno por primera vez en Rondizzoni, y el otro Julito, el cabro del aseo, un chico musculoso y entusiasta que venía del sur a gozar de esta vida santiaguina. De hecho, él me acompañó a mirar de que se trataba lo que había en la carretera.

Para mis ojos miopes se trataba de una larga mancha negra desprendida de unos sacos rosados destrozados junto a la mínima vereda a un costado de la pista. Como estaba justo después de una curva, los autos apenitas le alcanzaban a hacer el quite. El aseador tenía mejor vista y era más decidido. Primero colgó medio cuerpo sobre el pavimento para mirar mejor y después de un par de segundos de examen, dictaminó:

- Son choritos. Un par de sacos de choritos están desparramados allí abajo.

A estas alturas, Candia estaba junto a nosotros cachando todo el mote. Candia, el más despierto de toda la estación. En realidad el más despierto de la línea dos, diría yo. En realidad, demasiado despierto, para los gustos funcionarios del chico Ríos. Siempre andaba en movidas extrañas, no del todo malas, pero tampoco tan santas. Organizaba salidas, tomateras varias, vituperios. Armaba negocios insólitos de la nada, apostaba a las carreras con datos medio fijos, medio mulas. En fin. Un gran tipo. Un imprescindible.

Cuando Candia escuchó la palabra “choritos” se le iluminó el rostro. Lo pensó un par de segundos y luego, palmoteando mi hombro me dijo:

- Y que está esperando, don Pablo, para ir hacia allá con el joven Julio a traer algunos choritos.

Yo quise pensarlo un poco más, pero en que lo hacía, Candia ya estaba moviendo las piezas para que su propuesta funcionara.

Primero, convenció al jefe Ríos para que fuésemos a cumplir la misión. Ríos no era difícil de engrupir, sólo que alargaba un poco el trámite para que no dijesen después que no mandaba en la estación. Como siempre, cedió al engatusamiento de Candia y fuimos autorizados.

Luego, Candia apareció con unas bolsas de basura para que recogiéramos los choritos. Mientras salíamos de la estación rumbo a la carretera a “mariscar”, Candia se sonreía desde su puesto en la boletería. Mi lugar junto a los torniquetes lo ocupó el guardia Bahamondes.

Así las cosas, fuimos con el joven Julio hacia la autopista. Pese al poco tránsito, no fue tan fácil la operación. Hubo que caminar un par de cuadras hasta poder llegar al acceso por donde bajar hacia el asfalto, esquivando los vehículos y rogando que a ningún otro camión se le cayese nada sobre nuestras cabezas, por ejemplo, otro par de sacos de choritos.

Una vez abajo, vimos que eran demasiados para las dos bolsas miserables de basura que llevábamos. Estos eran del tipo “maltón”, más grande que el chorito normal. Buena parte de la carga yacía molida sobre la primera pista, pero en la delgada vereda había suficiente para nuestra captura.

La hicimos lo más rápido que se pudo y llenamos las dos bolsas para salir luego corriendo de vuelta a la estación, dejando una buena cantidad para los otros “mariscadores” del barrio, que ya llegaban con palas y carretillas a recoger su parte.

Cuando llegamos de vuelta, nos metimos al tiro a la sala de colación para examinar el botín.

Candia dejó en la boletería al jefe Ríos y, relamiéndose ante el cargamento marino, nos contó brevemente el resto de su plan.

- Mire don Pablo. En este rato conseguí los fondos suficientes para que compremos algunas cositas que acompañen la ingesta de estos frutos del mar.

(A Candia le encantaba hablar a ratos con una ampulosidad medio fingida que en realidad le salía del alma. Yo lo disfrutaba, y él también).

- ¿Cómo de qué estamos hablando, Julito?, le pregunté.

- A ver. Debiéramos adquirir algunos limoncitos para aderezar el plato. Lo otro es algunas marraquetas, que no le vendrían mal. Y tercero, lo más importante, estos bichitos piden a gritos ser consumidos con algún vino no demasiado malo.

- Ya, dije, y que opina el jefe.

- Déjemelo a mi, ya lo tengo a medio andar en el asunto. Está llamando a las otras estaciones para que avisen si anda por allí algún supervisor. No se preocupe. Está todo bajo control.

Visto así, sonaba todo bien. Los sábados son días muertos, y con mayor razón en Rondizzoni, donde no pasa nada de nada. Qué se iba a perder con intentar salvar el día bien.

- Falta algo importante, don Pablito, agregó Candia. No tenemos en este recinto instrumentos de cocina, léase cuchillos, azafates, ensaladeras o cosas similares. Allí entra usted otra vez.

- ¿Mas o menos cómo entro yo? , le pregunté haciéndome el leso, ya que sabía a dónde apuntaba. Apuntaba a la casa de mi tía Nelly , que vive a un par de cuadras de aquí.

Mi tía Nelly. De hecho, ella fue una de las razones para elegir esta estación como punto de trabajo. Ella es la tía que a nadie debiera faltarle, ya que está siempre dispuesta a la ayuda al pariente en dificultades, como si ella no las tuviese. Siempre receptiva, siempre sonriente y generosa, ni se arrugó cuando llegué y le conté en resumen lo sucedido y la petición.

A los veinte minutos yo estaba de vuelta en la estación, cargado de palanganas, cuchillos de cocina, vasos, platos, y una cantidad absurda de limones que ella misma sacó de su árbol, lo que nos ahorró parte de la compra.

Cuando llegué, mandamos al joven Julio a comprar un par de cajas de vino blanco y harto pan. El jefe Ríos seguía en la boletería, dando miradas medio preocupadas hacia nosotros, en la sala de colación. Su risita nerviosa nos contagiaba de su tensa alegría.

Mientras el guardia cuidaba afuera, nosotros con Candia comenzamos a abrir los choritos y a llenar los recipientes con su jugosa carne.

En realidad, ninguno de nosotros tenía mucha idea de cómo prepararlos, pero daba lo mismo. Con lo que había bastaba. La tía Nelly había agregado entre las cosas que mandó unas cuantas cebollas y perejil. El conjunto prometía harto.

Luego volvió el chico del aseo y con él, los tres avanzamos más rápido en el desconchamiento de mariscos.

En realidad, dos bolsas de basura de choritos maltones eran mucho para cinco, así que no los abrimos todos, sino que dejamos una buena dosis para repartirnos y llevar.

Cuando estuvo todo listo, comenzamos a comer como pudimos: nos hacíamos una especie de sanguches de choritos en marraqueta bien crujiente, con harto limón y cebolla, regado con el vinito blanco y alguna gaseosa para los hipócritas.

Como no podíamos desaparecer todos del puesto de trabajo, nos íbamos turnando para entrar a comer nuestra parte.

El vino suave a esa hora del día no hace mal si se está tranquilo y en buena compañía. Mientras otros hacían su turno de ingestión en la sala, yo me paraba afuera a mirar los vehículos que iban de aquí para allá, como llevándose el invierno hacia el sur. Los pocos pasajeros que entraban a la estación no notaban nada extraño. La cosa funcionaba de lo más normal. Quizás alguno habrá notado que los funcionarios estábamos esa mañana algo más risueños, pero si no se acercaban lo suficiente como para sentir nuestro aliento medio marítimo, medio etílico, nada se notaba.

El más contento era Bahamondes, que decía a cada rato que nunca lo habían recibido de mejor forma al tomar el turno en una estación.

El joven Julio también se mataba de la risa, y no podía creer la cantidad de choritos que le tocaría llevarse para la casa, además de los que comió.

Cuando terminó el turno, ya muy pasado el mediodía, habíamos vuelto a la normalidad, salvo el olor a mariscos que inundaba la sala de colación. Cada uno se llevó su buen par de kilos de choritos. En todo caso, a mi tía le guardamos por lo menos el doble, por favor concedido.

De esto han pasado unos quince años. Ya no trabajo en el metro. A Candia me lo encuentro cada cierto tiempo en algunas estaciones. Él sigue allí, armándose su vida y sus movidas, dispuesto morirse de la risa y a apostarse lo que tenga en el bolsillo por el minuto subsiguiente.

A Bahamondes también me lo encontré hartas veces en la línea uno. Nunca dejó de recordar la mariscada en que nos conocimos.

El jefe Ríos creo que jubiló a los pocos años. Andará por allí con su risita nerviosa. Hasta el último día en que trabajó en Rondizzoni, no dejó de darle la pasada gratis a mi tía Nelly.

Al joven Julio no lo vi más. Ojalá siga igual de sano y fuerte.

Y yo estoy aquí, bien, bien. He trabajado en hartas otras cosas: pegas buenas, pegas malas, pegas más o menos.

Quizás lo que más recuerdo son los minutos después de la comilona. Estamos junto a Candia, apoyados en la baranda mirando el día pasar por la carretera, mientras él fuma su cigarro, y yo disfruto de mi saciedad. Repaso en mi mente el pequeño banquete que nos acabamos de dar y, sin mirar a mi compañero, le digo:

- ¿No será mucho, Julito?
Y él, tomando una larga y profunda bocanada de su pucho, sólo se sonríe y no dice nada.

Zappa on the road

Frank Zappa se me apareció el fin de semana antepasado, pero no a la manera en que se aparece, según muchos, Elvis, prometiendo sanación y salvación.

El asunto es así. Estaba en una infinito taco en Avenida La Florida, escuchando cualquier cosa en la radio, cuando me fijé que el auto de adelante tenía un lindo autoadhesivo con la mirada desafiante del bigotón.

Me dio una tremenda envidia no tener algo parecido en el mío, aunque en realidad no soy amigo de pegar cosas en mi vehículo. Aún así, sentí celos.

Di por hecho que los pasajeros de ese auto oían en ese momento a Zappa, y lamenté no andar trayendo nada de él como para sacarme un poco los balazos. En realidad, era extraño, ya que frecuentemente cargo algo del maestro para oírlo. Decidí entonces escribir esto.

Zappa es un personaje con una obra tan interesante y tan amplia que no es necesario esperar a una efeméride (cumpleaños o fallecimiento) como para escribir acerca de él, o para ponerse a escucharlo.

Más allá de la música, su influencia es grande y poderosa, ya que se él fue en vida un personaje trasgresor, provocador y letalmente inteligente, que no dudó en ironizar y poner en entredicho las abundantes contradicciones y absurdos de la sociedad contemporánea. Alguna vez se le calificó como “el más grande grano en la limpia piel americana”, y estaba feliz de serlo. Por ejemplo, en la década de los ochenta, se le pudo ver asumiendo la defensa de la libertad de expresión, cuando se planteó, a nivel del Congreso norteamericano, el tema de censurar las letras de los discos de rock. Frank Zappa asumió la vocería de los rockeros en las sesiones donde se analizó el tema, y descargo su implacable sátira sobre los represores. Incluso, más adelante, utilizó grabaciones de dichos debates en algunos de sus discos.

Musicalmente, Zappa siempre quiso estar “en algún lugar” entre lo popular y la llamada música docta. De tal manera, aceptaba influencias que iban desde el blues y el R&B, hasta compositores de la talla de Varese, Stravinski y Boulez. Con esté último incluso grabó un disco (The Perfect Stranger). Trabajó intensamente por elevar el nivel de la ejecución propia y de sus músicos, exigiendo lo mejor de cada uno y privilegiando a aquellos de mejor desempeño profesional y técnico, siempre con una tremenda dosis de sentido del humor.

Y ya que hablamos de humor, es quizás uno de los puntos más destacados en su creación. Por una parte, era capaz de reírse de sus colegas músicos y rockeros sin ningún desparpajo. La lista de los que sufrieron sus burlas comienza por los mismísimos Beatles y alcanza a figuras como Johnny Cash, Bob Dylan, Led Zeppelín, Maurice Ravel y hasta Stravinski. Por otro lado, su humor también se expresaba en lo musical, siendo capaz de experimentar haciendo versiones de sus propias composiciones o de temas ajenos. Un solo ejemplo: en el álbum “Make a Jazz Noise here”, en un solo y alocado tema se recrea a sí mismo y cita, de un golpe, a Wagner, Bizet y Tchaikoski, sin perder la potencia, la garra y la chispa. Otro de los muchos momentos notables es cuando, en el disco The Yellow Shark, incita a la interprete de oboe a tocar un Didgeridoo, (instrumento autóctono australiano), con el artefacto metido en un balde con agua y rodeado por un cinturón de micrófonos, mientras Frank salía de la sala para reírse a gusto de los resultados. El producto de la prueba salió en el disco.

Evidentemente, en este apretado resumen se quedan afuera muchos y muy importantes aspectos de su obra. Es que es muy difícil poder en poco espacio dar cuenta del total de su producción. Van, entonces, las disculpas.

Ahora bien, si la idea es lograr que Zappa se les aparezca a todos, recomiendo que sea en audífonos o parlantes. Es difícil jugarme por un disco en especial para oír. Son más de cincuenta, y hay tal variedad que es difícil decir “este es el definitivo”. Quizás un buen intento es con el disco en vivo The Best Band You Never Heard In Your Life, de abril de 1991 donde hay un poco de todo lo mencionado antes: mucha música, humor y acidez crítica. Especialmente notable es la versión ska de Stairway To Heaven, con el solo final de guitarra ejecutado con precisión matemática por la sección de vientos. Allí se le aparece a uno Frank Zappa en pleno, de pie, muy iluminado por los focos, muriendo de la risa mientras el público grita y aplaude a rabiar, pidiendo otra, otra mas.




BIS (de lectura optativa)

Dos citas de Zappa:

Como dijimos antes, él quiso ubicar su creación musical entre la música popular y la docta. Aquí va un botón de muestra:
“La instrumentación de la banda de rock and roll ideal de los Mothers es dos piccolos, dos flautas, dos flautas bajas, dos oboes, un corno inglés, tres fagots, un contrafagot, cuatro clarinetes (con el cuarto doblando el clarinete alto), clarinete bajo, clarinete contrabajo, saxofones soprano, alto, tenor, barítono y bajo, cuatro trompetas, cuatro cornos franceses, tres trombones, un trombón bajo, una tuba, una tuba contrabajo, dos arpas, dos teclistas tocando piano, piano eléctrico, clavicémbalo eléctrico, clavicordio eléctrico, órgano Hammond, celeste, y piano bajo, diez primeros violines, diez segundos violines, ocho violas, seis celos, cuatro contrabajos, cuatro percusionistas tocando cuatro timpani, carillones, gongs, tambores, bombos, cajas, palos de madera rugido de león, vibráfonos, xilófonos y marimba, tres guitarras eléctricas, una guitarra eléctrica de 12 cuerdas, contrabajo eléctrico y bajo eléctrico y dos baterías, además de vocalistas que toquen panderetas. Y no seré feliz hasta que la tenga.”

A propósito de el proceso contra las letras obscenas en discos de rock:
1. No hay evidencia científica concluyente que apoye la pretensión de que la exposición a ningún tipo de música dé lugar a que el oyente cometa un crimen o condene su alma al infierno.2. La masturbación no es ilegal. Si no es ilegal hacerlo, ¿por qué debería ser ilegal cantar sobre ello? 3. No hay evidencia médica de que las manos peludas, las verrugas, o la ceguera estén asociadas con la masturbación o la estimulación vaginal, ni ha sido probado que escuchar referencias sobre cualquiera de los dos temas automáticamente convierta al oyente en un riesgo social. 4. El cumplimiento de una legislación anti-masturbatoria sería costoso y gastaría mucho tiempo. 5. No hay suficiente espacio en la cárcel para meter a todos los niños que lo hacen.(Declaración de FZ ante el Comité de Comercio, septiembre de 1985)

Todos apurados

Estos niños a los que su futuro podrido los puso pestilentes y sucios mientras tratan de venderse hasta el último de sus sticker de Walt Disney: todos apurados.

Los que vamos diez minutos tarde rumbo a la pega y al pagar en la micro temblorosa se nos caen las monedas y ellas ruedan bajo los asientos y entonces los demás pasajeros nos miran con algo así como la pena: todos apurados.

Las seis chicas de correcto uniforme corporativo que estiran a carcajadas sus cuarenta y cinco minutos de colación y que toman helados baratitos en la sombra de su esquina, a pasos del sitio donde se lo trabajan todo calladitas: todas apuradas.

La pareja que avanza implacable y de la mano entre los ambulantes de la vereda. Él le discute a un celular casi invisible. Ella aprieta su cartera como si se le quisiera escapar. Me mira por un segundo, y su mirada me atraviesa: todos apurados.

Un auto de color negro y brillos de lata cara cruza justo en el límite entre la luz amarilla y la verde, el conductor nos mira a todos con ojos que centellean también caros mientras corremos para evitar su prisa de dieciocho millones de pesos: todos apurados.

La muchedumbre que se empuja y forcejea para subir del metro para bajar del metro para cruzar de un lado al otro la avenida como ejércitos que se embisten que se funden que se disgregan en el apure de su trámite: la vida: todos apurados.
Todos apurados y hay sirenas y hay balizas y ambulancias y bomberos que desgarran trabajosamente el taco hasta llegar a sus objetivo, apurados y en prisa dolorosa: entonces te pones los fonos y te escuchas las noticias: hay seis de los nuestros que cayeron y están muertos en medio del despacho de este mediodía, dices, hablan de latones y hierros retorcidos, seis de los nuestros, sus nombres se esparcen por las ciudades que componen La Ciudad, y llora algún niño en medio de su propio futuro, y llegamos atrasados a la pega y sigue esta devastación, siguen las chicas lamiendo sus helados baratos y a quién le importan sus carcajadas, si esto no es una guerra entonces cómo caen así seis de los nuestros, y la pareja llega de la mano a su destino o se separan en el camino y saben que ayer cayó otro de los nuestros antes que los seis de hoy y un auto de color negro se estaciona a un par de cuadras de otra muerte y el conductor se baja y no mira a nadie y entra al edificio y mientras los nuestros caen desde las alturas las alturas las alturas las muchedumbres se apretujan en sus trenes en sus micros quieren llegar temprano a casa quieren encender sus teles para ver los nombres de estos seis de estos siete de estos cien que caen desde las alturas todos apurados, todos tan apurados: Daniel Rodríguez, Nelson Nahuel, Roberto Silva, Luis Morales, Leopoldo Mofré, Cristián Ramos, Juan Reinoso.

Chupar

Definiciones
Mi diccionario dice de este verbo: absorber; succionar.
La tierra se chupa la lluvia. La guagua chupa la teta. O uno se chupa cuando la timidez lo vence, o queda chupado después de una enfermedad grave.
Pero está el chupar “a secas”, el mero chupar sin complemento ni apellido. Cuando se habla de chupar así, no es necesario agregar nada, ya sabemos de que se trata.
Se chupa el vino, el pisco, la cerveza. Chupar a secas es empaparse por dentro de alcohol, en sus distintas formas. Chupar es chupar copete.
No hay equívocos a la hora de chupar. Cuando alguien es “bueno para chupar”, no se apunta a ningún otro tipo de succión. Y si ese fuera el caso, se debe explicitar: chupapicos, chupamedias, chupacabras, chupados: son todos otros animales dentro una fauna donde los buenos para chupar son los reyes.

Los inicios
¿Cuándo se empieza a chupar? Hay estadísticas recientes al respecto, las que indican que la edad de iniciación chupatera anda alrededor de los 13 años. La adolescencia, entonces, parece ser la edad chupadora por excelencia, pero no en exclusiva. Generalmente, el bueno para chupar lo es para toda la vida. El imaginario colectivo atribuye a este hábito muchos casos de larga vida. De estos profesionales se encarga la ciencia médica, o grupos variados de autoayuda. Es decir, se preocupan de que dejen de chupar, lo que, en una mayoría de los casos, es imposible. Perseveran los chupadores en su empeño.
Tengo unos vagos recuerdos de mis chupadas tempranas, en los que se mezcla mis chupadas de leche con una manga de curados tomando a destajo. El cuadro es el siguiente: por pura maña yo tomé leche en mamadera hasta cerca de los diez años de edad. Decir mamadera es mucho: en realidad se trataba de esas botellas de cerveza chicas, color verde o café, a las cuales se les ensartaba un chupete largo como un condón. En ese tiempo mi padre administraba la botillería de mi abuelo. Llegando yo del colegio, tipo seis de la tarde, pasaba al local, que más que botillería, operaba como clandestino donde los curagüillas iban a tratar de matar, infructuosamente, su sed.
Mi padre tenía mi leche lista en la botella cervecera, me la entregaba, y yo me iba hacia la bodega, donde me sentaba en una caja de vino, en ese tiempo eran de madera, y frente ponía otra, a manera de mesa. Como no podía dejar de leer algo mientras tragaba, él me entregaba una revista, generalmente una “Cosquillas” o “Viejo Verde”. Así chupaba yo mi leche en botella de cerveza, admirando a las contundentes hembras retratadas en blanco y negro, bajo la atenta mirada de las arañas y los ratones de la bodega de la botillería, rodeado de garrafas y chuicas. Chupar (leche, en ese caso), era la vida. De chupadas posteriores, de momento mejor no hablar. El chupar nubla la memoria.

La metachupada
Chupar es más que succionar o absorver. Chupar siempre es más. Chupar es sobrevivir a una sed infinita, minuciosa, la sequía de la garganta que nunca gritó lo que debía, ni lloró ni rió. Chupar es salir a buscar los ríos de agua viva y despreciarlos por tibios o suaves; o mejor aún, milagrosamente mutarlos en el vino de la eterna noche. El primer milagro de Cristo fue convertir el agua en vino. Lo hizo a pedido de su madre, doña María. No es poca cosa. Que siga la fiesta, de eso se trataba. Si el vino se acaba, dónde vamos a parar. No puede ser, Señor. Que siga la chupatera.
Chupar es mucho más que tragar. “Juntemonos a chupar” es la formula sacramental pronunciada para buscar la salvación del mal minuto, la mala hora, el año malo. Afuera llueve y llueve, sin piedad. La tierra se chupa la lluvia. Adentro, bajo techo, el vino desde su lecho de vidrio combate todo el frío, dibuja la sonrisa en la cara de los celebrantes que celebran cualquier cosa.
Afuera llueve y llueve. La procesión de cabros incesantemenente pasa rumbo a la botillería de turno, por la chela, por la caja de luca, por la de pisco, grapa o ron barato. Llueve y llueve pero, ¿quién detendrá la caravana de los chupadores? Las autoridades celebran con generosos brindis sus ingeniosas campañas contra el vicio de los otros. La industria del copete paga religiosamente los impuestos. No dejemos que el wiski extranjero avasalle al pisquito criollo. Salud. Salud. La salud es importante. Brindo por eso.
“Bebed: esta es mi sangre”, dijo el borracho bajo la lluvia después de recibir su púñalada. Alguien, luego, más tarde, cuando la ambulancia se retire, se chupara la sangre y su vino barato. El sacerdote alzará la copa entonces en la misa del difunto. Salud, y en la tierra, paz a los hombres borrachos.
Hay tantos chistes de curados. Un buen chiste es la palabra misma. El que se embriaga esta “curado”, o sea, se sana de algún mal, el mal supremo: la sobriedad. Hay tanto chiste, pero ser curado no es un chiste.
¿Y la suerte del curado? Supera largamente las siete vidas del gato. Sólo le compite la suerte del tonto. Entre estas dos fortunas, la humanidad se mantiene en pie, apenas, tambaleante, pero sin caer, quizás ayudada por un poste, una pared, o, lo mejor, en otro curado igual o peor. “Está fuerte el viento”, comentan con envidia los que no han chupado aún. A todos les llegará su hora. La enfermedad se acabará. Saldrán a chupar, a chupar con ganas, a chupar con rabia, a chupar con el buen empeño del que carga la sed más densa.
Saldrán a chupar, y al amanecer, cuando ni el reloj sepa qué chucha de hora es, por fin y para siempre, estarán curados.

¿Hay alguien allí afuera?

Hace unos días tuve una larga charla con un tipo de mi pega. Se trataba de los rayados en los muros de la ciudad. El sujeto, a quien llamaré René, me decía que, aparte del daño que hacen a los vecinos, lo que más le molestaba era la falta de mensaje, el no decir nada, la falta de comunicación, creo que esa fue la expresión. “Mira, René, puede ser, pero hasta donde yo sé, no se trata de que no se comuniquen con sus rayados. Lo que pasa es que esas marcas son señales para una tribu restringida, y como ni tu ni yo somos sus destinatarios, por supuesto que el mensaje no nos llega”. En fin, discutimos largo rato. El tipo se encerró cada vez más en que rayar las murallas con extraños signos era nada más que una conducta antisocial, destructora del orden, atentatoria contra la propiedad y, en fin, un cúmulo de juicios de acero contra los rayadores.
Bueno, la discusión aún no se cierra, supongo que hoy continuará. Lo que me preocupa de esta conversación es la cerrazón mental de mi compañero. Se trata de un tipo que admite haber rayado muros en su juventud, pero lo hace desde una posición de superioridad, ya que en aquellos tiempos uno lo hacía “por un ideal”, “teníamos las cosas claras” y así, por ese tono. Le recuerdo que en esos tiempos, los rayados ya eran vistos como actos de vandalismo y hasta terrorismo, así que, más allá de los mensajes que se dejaran pintados, el tema es similar.
Me habló de que los jóvenes de ahora carecen de un fin sublime y de un sentido de país, como si esas cosas nacieran de la nada. No sé, el tema da para mucho. Grosso modo yo distingo dos posturas, la de comprender y la de encasillar. Él prefiere encasillar: los que rayan son unos delincuentes, que escupen en la calle, machetean tus monedas y hasta quieren “violar a tu mujer y a tu hija”, (textual). Él no ve ni el origen ni la solución, ni le interesa.
Curiosamente, con mi compañero de trabajo vivimos relativamente cerca, así que tenemos una visión de barrio similar. No es pobreza dura, puede ser una especie de clase media baja, casas de subsidio, mucho empleado particular, vendedores de tienda, pequeños comerciantes, trabajadores independientes. Lo que se llama “gente de esfuerzo”. Pues bien, mucha de esa gente de esfuerzo está trabajando sus doce, sus catorce horas al día. Lo hacen para mantener su “estatus”, lo que implica, en hartos casos, un auto, televisores gigantes, equipos de sonido, tevecable y un largo etcétera de consumo y hasta de ostentación. Los conozco. Luego, se atrasan en las cuotas del colegio, regatean si hay que pagar por un libro que sus hijos tienen que leer; de hecho, automáticamente prefieren la fotocopia al original, sin siquiera enterarse que en muchos casos la diferencia de precio es mínima.
Mientras esta buena gente se lo trabaja todo, sus hijos están por allí dando vueltas. Lo digo con primerísimo conocimiento de causa. Vivo a pasos de la botillería que los abastece, DESDE LA MAÑANA de la cerveza más barata, del pisco más horrendo, del vino más bigoteado.
Sus padres no son gente mala, sólo hacen la elección equivocada. Están financiando aparatos que les quedan grandes en sus casas de cuatrocientas uefes, mientras sus hijos tienen el vocabulario justo para machetear cada santa noche a la salida del boliche: “tío, una monea”.
Todo este ambiente incuba muchas cosas, incluso delincuencia. Pero lo que más incuba es el sinsentido, la dispersión, la marginalidad que mi compañero acusa en los que rayan su muralla. El sinsentido de estar financiando una vida banal, mientras la casa se derrumba. Se incuba infelicidad.
Bueno, empecé con el tema de los rayados. Primero, a mi también me carga que rayen mi muralla, no se ve tan linda. Pero tampoco se trata de que los que lo hacen sean todos unos bandidos. Si uno se toma el tiempo de ver un poco más allá, se da cuenta que hay mucho graffitti de calidad, que hay detrás una buena mano, que a ratos se acerca al arte. Generalmente, uno puede conversar con muchos de esos cabros y saber de qué se trata el asunto. Piden permiso para ocupar tu muro, y mantienen el mural. Por supuesto, si tu visión se limita a mirar detrás del vidrio lamentando el vandalismo ambiente, no vas a entender nada.
Hasta donde yo sé, esas marcas en los muros se llaman “tag”, y son algo así como la “firma” de determinados grupos o individuos. Si miras con detalle, te das cuenta que son letras, muy estilizadas. Es decir, los tipos están inventando tipografías. La idea, supongo, es dejar una especie de marca territorial. Yo no entiendo nada la mayoría de las veces. Lo que si entiendo es que por afuera de mi casa pasan unos chicos que están diciendo “hey, cachen, estoy aquí, pasé por tu vereda. Pasamos. Existimos”. No sé si a René le interesa. No sé si a los padres de los chicos les interesa. ¿A alguien por allí le importa? ¿Hay alguien afuera de aquí?

Viernes

Hubo una película que se llamó “gracias a dios por fin es viernes”, o algo así. Un clásico de los filmes bailables de los setenta. Cantaba Donna Summer, entre otros. Se apoyaba en la idea de el mentado día como solución a los problemas de la semana, el inicio del descanso y todo eso. Definitiamente, cada vez me compro menos esa ilusión.
A mi entender, el viernes es una especie de resumidero de la semana, al cual van a dar los problemas y embrollos que los otros días no son capaces de resolver.
Si, con el viernes la semana se acaba, pero, ¿qué ha pasado antes?
Trato de recordar cuántos cheques sin fondo que he recibido llevaban este día como fecha. Y, para el caso, da lo mismo que ahora hayan bancos que cierren a las cuatro de la tarde. Si no hay plata depositada, da lo mismo. Nos espera un fin de semana más largo a causa de los bolsillos vacíos.
Los plazos fatales también se aglomeran en los viernes del calendario, dejándote claro que es ahora o nunca. La pega se debe entregar ahora ya, y falta la mitad de todo. El lunes es muy tarde, ya no sirve, pasó la vieja en motoneta y ni la viste. Se acabó. Te cierran la ventanilla. No hay quien reciba tu sobre. Al llamar por teléfono, te dan tono de fax. O contesta la voz despistada del guardia que te dice: “acá se fueron todos a las cuatro, llame la próxima semana”.
Claro que a veces tienes suerte, y te amplían el plazo “hasta el lunes a primera hora”. Que bueno. Buenísimo. Eso quiere decir que habrá pega para todo el fin de semana. Ni trasnoche de sábado ni levantarse el domingo a mediodía: te esperan para el lunes a las nueve, asi que a moverla, negro, a moverla.
Por eso mi cara desmejora el viernes. Me agobia el ritmo que toma la humanidad ese día, creyendo ingenuamente que es la salvación. El viernes siempre tiene una trampa. Aunque los plazos no se cumplan ese día, me parece nefasto por la esperanza engañosa que encierran. ¿O se creen que porque es fin de semana la comedia no se reiniciará el próximo lunes?
El viernes es una bomba cazabobos. El tipo de bobos que corre y apresura todo para tratar de huir antes de la pega, y luego correr hacia los bares a buscar de lo que no hay: esperanza.
En la Biblia se estableció al trabajo como un castigo divino. El viernes marca la pausa entre los latigazos. A la semana siguiente, seguiremos remando.
No en vano, Jesucristo fue crucificado un viernes, al caer la tarde. Seguramente sus verdugos estaban atareados, tenían muchas cruces por plantar y condenados para clavar. Quizás después de terminar su pega, se fueron en busca del carrete imposible de Jerusalem. Luego tembló y hubo una tormenta: todos p´a la casa. Más encima, para el domingo el criminal había resucitado.
Divino viernes.

Pérsonal Estéreo

Paisaje sonoro es lo que oigo y también es lo que veo. Es la suma de mis sensaciones cuando estoy con los fonos enchufados en la oreja.Todo se lo debo a Akio Morita (de Sony) que en 1979 inventó el walkman, para acompañar los viajes de su hija al colegio. Al menos eso dice el mito empresarial. Quizás la realidad sea distinta, pero en esencia la historia puede ser cierta, por lo menos en sus efectos. Basta ver las micros repletas en la mañana, la cantidad de pasajeros conectados a su propia esfera de música, sobrellevando el karma de los kilómetros de taco mañanero. ¿Sería posible de aguantar sin el pérsonal estéreo? Lo dudo. (Ojo: tal cual: personal con acento en la E).Sospecho que, de alguna manera, desde un principio el aparatito fue algo más que otro invento novedoso. Primero, para los que no podíamos comprarlo era una especie de "objeto del deseo", presentado como novedad en noticieros y revistas de actualidad.Recuerdo una especie de mito mediático que no he podido confirmar. Año del señor de 1982. Guerra de las Malvinas. Circulaba la información de que las implacables tropas Gurkhas avanzaban por la campiña malvinense premunidos de sendos "walkman", aislados de toda sensación que no fuese su propio estruendo guerrero y rockero, inmunes al dolor propio y al ajeno. Quizás de allí venga la animadversión hacia el personal de buena cantidad de gente, que nos mira a los "enchufados" como seres hijos de la alineación. Demás está decir que la culpa del instinto asesino (y también de la enajenación) no viene del invento de Morita. Hay que ir atrás, muy atrás, cosa que de momento no haré. Como siempre, se culpa al mensajero.En fin. Los años pasaron y por gracia del mercado abierto a oriente, el pérsonal se transformó en objeto cotidiano y, en muchos casos, de primera necesidad.Vuelvo a los viajes a través del atochamiento cotidiano. De verdad creo que buena parte de los sufrientes pasajeros soportan la tortura de dos horas diarias gracias a los fonos que son el cordón de plata para mantenerse sanos y tranquilos. Por allí les entra el mundo que el estancamiento les niega, ya sean noticias, música buena y de la otra, copuchas, conversación insustancial, comerciales, fútbol. Sólo por citar algún momento vivido: seis cincuenta y cinco de la mañana, metro línea cinco, una especie de sobrevuelo sobre techos de casas e industrias. Vienes de vuelta del trabajo. En los oídos, "2 minutes to midnight", Iron Maiden. ¿Cansancio? Un poco, pero todo bien.Sí: a veces incomoda, a veces es inconveniente y hay que desconectarse. Pero en general ayuda y acompaña. Salva.No lo vivo como una enajenación. Prefiero entender que más bien se trata de poder armarse cada uno su propia "burbuja sonora", para respirar tranquilo en este cielo brumoso y hostil. A veces es como vivir una suerte de película, en la cual cada uno arma su propia banda sonora antes de salir, eligiendo discos o cintas que contengan los sonidos de tu vida, tu hora y tu minuto. Corto y me voy; subo el volumen de mi tarro y salgo a salvarme. Nos vemos, nos oímos.

Mark Sandman, la cura del dolor

3 de julio de 1999. Noche de sábado, Giardini del Principe en Palestrina, cerca de Roma. Morphine ocupa el escenario, en una más de las actuaciones de la extensa gira que marca su despegue hacia las ligas mayores. Después de una década instalados en un cómodo underground donde se han ganado una buen nombre que ahora empiezan a saborear, parece que lo están logrando. Y a su manera, que es lo mejor: sin concesiones, sin ser divos ni figuritas de un seudo vanguardismo. Sólo haciendo lo suyo, que ya es mucho.
De pronto, en mitad del tema “Supersex”, sucede lo peor. El corazón del cantante, bajista, letrista y compositor Mark Sandman colapsa de improviso. La música se detiene. Algún médico presente hace intentos por revivirlo. En medio de la noche que siempre lo acogió, una ambulancia lleva a Sandman hacia el hospital de la localidad, en donde entra ya fallecido. Atrás quedan sus compañeros de banda (Billy Conway y Dana Colley), el resto del equipo, los amigos, miles de fanáticos, todos devastados, desgarrados de dolor.
Pero no nos engañemos. La leyenda y la figura de Sandman no quedan en pie sólo por la mera anécdota de que le haya tocado morir “con las botas puestas” a los 47 años, ante su público y junto a sus hermanos de aventura. A cinco años de su partida, Sandman y Morphine siguen dando que hablar por lo que fueron capaces de armar en el mundo del rockanrol, sin hacer demasiadas concesiones y sin necesidad de construir un vanguardismo grandilocuente y hermético. La historia y el legado de Sandman es diferente.
Él nunca fue muy amigo de hablar demasiado de sí mismo y de su vida. “Lo personal, personal” dijo en más de una ocasión a reporteros que llegaban para saber de dónde venía el sonido a la vez oscuro y accesible de Morphine. Sabemos que nació en 1952, en Boston, donde centró buena parte de su vida y su carrera musical. Sabemos también que, finalizados sus estudios de bachillerato, se largó a viajar un tiempo, buscando quizás experiencias y sabidurías mínimas que después nos haría saborear en sus canciones. Lo vemos a bordo de un barco pesquero en la costa atlántica de Estados Unidos; lo vemos leyendo compulsivamente a Auster, Kerouac, Bukowski y otros de similar ralea. Pero lo vemos más que nada en su interminable viaje a través de la noche. Manejando un taxi. Deambulando por bares, departamentos de amigos, escenarios ínfimos e intensos que supieron de su andar y su tocar, conociendo la música que crece a la orilla del camino, llámese blues, llámese jazz, llámese sonidos más lejanos, África, por ejemplo, todo ese canto trasnochado.
El Sandman viajero supo que para cruzarse el mundo así, de punta a punta, hay que andarse liviano de equipaje. Y esa fue su consigna también en el “trip” musical que emprendió junto a Dana y Billy. Llamémosle minimalismo, low rock o cualquier otro nombre. Mark no le hizo el quite a las etiquetas, pero tampoco les dio demasiada importancia. Lo básico era el objetivo final: tomarse el blues y el rock más concreto y directo para despojarlos de sus vestiduras, aún las más imprescindibles. Así, armar un sonido igual pero a la vez profundamente distinto. Y si el rock es bajo – guitarra - batería, ellos van y mueven las piezas de este juego:
• La guitarra, para afuera. Su lugar lo ocupan el saxo, íntimo, visceral, borrascoso. Mejor aún si son dos, soplados por una sola boca, Dana Colley, o si los distorsionamos con algún pedal. El resultado bien reemplaza a cualquier “guitar hero” prescindible.
• El bajo se queda, pero vuelto a la más pura raíz del pulso traído desde África. Que sea entonces de una cuerda, a lo sumo dos. Lo demás lo hará el empeño, las ganas, la inteligencia de los dedos sacando de allí sonidos que buscan el centro del alma y que lo encuentran. Si a eso le sumamos la insondable y sonámbula voz de Sandman, es casi suficiente.
• Casi, porque allí se mantiene la batería, imbatible, implacable, seca, sencilla, sin parafernalia barata ni accesorios que ensucien la expresión. Billy Conway es el hombre que llega hasta el final con el proyecto. Antes de él estuvo Jerome Deupree.
• Por último pero a la vez en el centro de todo, la palabra, la lírica: nada compleja, nada rebuscada, apenas la precisión del verbo cuidadosamente separado de palabrerías baratas. Historias simples de motel, de trasnoche, de viajes. Palabras duras y sencillas como la realidad, como el crepúsculo, como las lágrimas.
Cuando tratemos de entender el tránsito del rock de fin de siglo hacia el siguiente, veremos que hay un antes y un después de Morphine. Su influencia aún está en desarrollo y no todo ha sido dicho. Su música, por intensa e inteligente, difícilmente pasa desapercibida. Y creo que hay también un antes y un después para uno como auditor. El rock no se oye igual después de haber saboreado la propuesta adictiva de esta banda de Boston. Buena parte de la escena indie y postrock navegan por las aguas que Morphine exploró en solitario en su momento. Su trabajo es una muestra de la mejor vanguardia, agazapada en el más sencillo rock. Casi como un veneno poderoso escondido en un elegante chocolate. Su efecto es lento pero implacable, (y deja buen sabor).
Sandman no era Morphine, pero Morphine sin Sandman ya no pudo ser. Dana y Billy cerraron el capítulo con lo que quedó a medio terminar, sesiones, grabaciones, ideas en la atmósfera del estudio en casa del caído, flotando entre el piano de cola, la colección de bajos de dos y tres cuerdas y los teclados. Mark tenía tantos proyectos, sabía hacia donde iba el rumbo de la nave, quería probar diferentes texturas y timbres, pero la muerte cantó en otra tonalidad y hubo que seguirle el canto no más.
Quedan las ganas de sus socios que se mantienen en el empeño con su banda Twinemen, que es otra tremenda historia y sonido, pero que no es Morphine. Y no lo puede ser, porque Sandman se embarcó en otro trip, demasiado largo, desde donde no nos llegan sus grabaciones.
No se podía llamar de otra forma el disco final, un homenaje para el hermano ido: The Night, La Noche, la noche densa, tibia, invencible, necesaria. La noche llena de un blues más profundo que la tumba. La noche como todas las noches, como esta, como cualquiera, la noche como la del tres de julio de 1999, que se llevó a Mark Sandman sin que nadie pudiese dar con la cura para el dolor.
Descansa en paz. Descansemos.

DATO DURO:
Antes de Morphine:
Mark Sandman participó en bandas y proyectos como:
Treat Her Right
Hypnosonics
Pale Brothers
Supergroup, con Chris Ballew que posteriormente formó parte de Presidents of the United States of America

Morphine grabó los siguientes discos:
- Good (1992)
- Cure for pain (1993)
- Yes (1995)
- B-sides and otherwise (1997)
- Like swimming (1997)
- The night (2000)


Después de Morphine:
Dana Colley y Billy Conway forman la banda Twinemen, junto a la vocalista Laurie Sargent.
También se estableció la Mark Sandman Music Education Fund, para apoyar la educación musical en Boston.

Fulano muerto, Fulano Vivo

Parece que hay un dios sordo que dispone que se mueran los fulanos. Es así, cada uno en su tempo.

Ya rondamos un año desde que el muchacho este, don Vivanco, detuvo su corazón y siguió durmiendo un sueño recoletano demasiado largo.

Ya se sabe, uno se muere de puro vivo nomás, y ese es el riesgo de vivirse la respiración a concho, el pulso a mil quinientas, la luz del sol hasta quemar las alas intentando alguna bella fuga.

Escuchen esto. Las flores del funeral dejaron de darnos ese olor, la comparsa trata aún de andar sus calles y sus noches. Los hermanos se reunieron otra vez después de la tribulación, y apiñaron sus recuerdos y los destilaron. El resultado es esto.

Escuchen. Redondo como cualquier mandala, implica protección, quizás algo de sanación. Tiene un agujero al centro para que pase la luz, para que se acomode tu ojo mirón y juguetón.

Escuchen. Dice “Fulano vivo”. Y a mi me suena así, tema a tema:

Krikalev enciende el fuego de a poquito. Este canto se me hace azul y manantial, arábigo en su queja y en su sed. Este latido me respira y me transpira sin piedad. Y ya empiezo a llevar el pulso con el pie, cuando se puede, cuando hacerlo no implique tropezarse con la nota antepenúltima o con la de anteayer. Resignación.
Fulano es el fulano despertando en el enredo de una plácida resaca. ¿Los años? ¿La muerte rondándonos? Quién puede saberlo. Sin complejos, suban el volumen, al final igual nos vamos a bailar. La ciudad aún respira y te cruzas cada calle sin temor, de tarareo en tarareo.
Basura. La ciudad aun respira entonces su aire de basura, de camiones que pasan atronando al vuelo con gente acróbata colgada de unos fierros cómplices, fieles, sonoros. Es basura, simple y vital basura. Es basura nomás, no se enloquezcan así. Ya viene el otro vuelo.
Arañas de Tribunal. Estense calladitos. Algo suena por allá atrás. Es el pesado andar y deambular de las arañas. Seguramente tienen algo que decirnos, algo que entonarnos, pero prefieren dejarnos en el misterio de este susurrar agridulce. Seguramente la flauta avisa de algo, pero en el mareo de la melodía quedan pegadas las sonrisas. Vamos a repetirnos el plato. Vamos a esperar sabiendo que se espera nada. Vamos otra vez.
Pinocho en Patolandia. Despertemos otra vez. Llega el fulano que nos cobra lo comido y lo bailado por los otros. Tu billetera solo da para resacas. Saltarín entonces, esto no parece miedo pero es. La trampa de ratones vuela de la mano deste saxo infame y bullanguero, la sonrisa estalla sin explicación, el choclo se desgrana por su propio peso y la historia es así de histérica. Lo entiendo. Lo acepto. Soy de acá, y acá se escuchan estas cosas. También merece repetir el tiro. Aplausos a granel.
Todas las Ratas de todos los ríos del mundo. Vale. Nos vamos como por un tubo, un caño húmedo y oscuro. El agua helada se dispersa en goteras amorosas y letales. Allá al final del túnel, donde brilla cierta luz, hay un señor acariciando su teclado.
Lamentos. Se hace corto este subir-bajar. No es lamentable. No es aburrido. Si todo se llorara así... En fin. Póngale una más, o dos.
Nena, no te vayas a Chimbarongo; no te vayas hoy, ándate mañana. Pero igual se van, se van, no hay mucho que hacer, sólo parar la oreja para saber por donde huyen, por qué mundos, cuáles destos barrios colorinches son la tierra de su ida. Igual se van, desgastadas por sus noches y sus días y sus noches, sincopando la gris nada que las sobrevuela. Aún resuena en su escuchar el ronroneo maltratado que dice “no te vayas no te vayas no te vayas”. Pero se van igual. Escúchenlos hacer. Y deshacer.
Tango. Y saben qué. Al final las heridas si se aguantan. No bailamos otro tango más que el “tango del futuro”, y plagio así a algún profeta huido de esta tierra. Tango eléctrico y sangrado. Tango compulsivo, vandálico y vivaz. Tango del despecho de los demasiado viudos de aquí. Tango por si acaso, por que por los barrios los abuelitos aún sueñan con bailarse una rabiada de estas, y nosotros entonces ya vamos siendo los viejitos vivarachos que reconocemos en este Tango entonces la llamarada de nuestra devastación juvenil, tropas en cada callejón, oscuridad medio iluminada por la llama de otro calendario, Arlette y los suyos llamando a creer en no creer, lo que nunca ha sido poca fe. Tango ahora de mi propia sed. Van varios bises entonces.
Suite Recoleta entonces, al vuelo. Nunca vuelvo a esa avenida sin tararear algo de esto. Pienso en papas fritas, cachureos ofrecidos a la voluntad del sol y los paseantes que rescatan del bolsillo sus monedas con el ángelito neo nazi. Ni dejo de pensar en los que allí se nacen y se viven. La niña de mis cuatro ojos nació allí, en la avenida chilenísima y repleta de amarillo. Recoleta es la avenida donde los sueños agitados de Santiago se estrellan contra el cristal grasiento de una shopería, mientras los cementerios se mantienen expectantes, a un paso, a dos, a tres. Larga vida a la tonada y al jazz fatal y a la bailada esta que Vivanco aún nos debe. Nos vemos allá. En ese patio no están todos callados.
1989 (o esto no es bueno ni malo sino muy por el contrario). Que decirse. Clavados en ese año como mariposas en un insectario rasca y polvoriento, alguien nos salva la cara entonces. Y nos grita para despertar una vez más, de un sueño al otro, como quien se equivocó de micro y no atina con el recorrido. Saber obedecer es parte de algo que nunca entenderás, pero así es la chicha que te cura, ves, la fonda esta dispuesta de este modo. Los tonys estos no tienen ni medio sentido del humor. Tráiganme un león entonces, esos si que saben conversar.
Sentimental blues. Así de simple entonces es. Oigan bien esto porque el plato no se repetirá jamás. Pongan todo su atención, sus sentidos, su alma y si mirar. No se repetirá más. Quizás esto lo haga más sentimental aún, y más blues también. Si uno mira para otro lado, se ve lo mismo entonces. Sueñen el volver si pueden. Reitere la dosis desde el mismísimo inicio.

¿Y entonces qué? ¿Fulano Muerto o Fulano Vivo? Todas las anteriores, me digo mientras guardo el disco en su funda de tres alas. Este pájaro se va a volar al cielo de otra Recoleta. Este pájaro nos va a manchar la primavera. Este pájaro nos va a embriagar. Vivo, muerto, vivo, vivo, así nos queda entonces resonando: Fulano Vivo.

miércoles, junio 22, 2005

El último soldado

¿Y qué decir? Ya nos ha pasado más de un mes desde el horror de Antuco. La sangre en el recuerdo de la patria sigue congelada, y se niega a regresar tibiecita a nuestras venas.
Era el pleno mayo. Rogábamos entrecortados por la pronta aparición de nuestros chicos, con la esperanza viva, con la moribunda fe. Ellos fueron apareciendo de a goteras, demasiado lento, demasiado tarde, y tan muertos que esa muerte encandilante los hacía parecer más niños dentro de sus ataúdes.
Los oficiales, cuál más, cuál menos, se vistieron de traje camuflado (esa notable vestimenta que busca hacer invisible a quien la ocupa entre el color de lo que está a su alrededor). El general en jefe llevó unas imágenes religiosas al lugar de la tragedia. Rezó, ordenó, coordinó, dio algunas conferencias y largas explicaciones que llegaban cada vez más tarde.
Vino el viento blanco de las noticias, con sus hojas entintadas, con su fanfarria prime time, con su ráfaga de otros dolores y sorpresas. Se nos movió también el piso, en fin, es sólo un mes, un enorme y frío mes. Hubo tiempo de olvidar.
Luego vino el viento blanco de las explicaciones, la investigación tan sigilosa que prefiere que los sobrevivientes no declaren, ya que sólo los acusados han sido oídos por el juez de turno. Se dice que es por no someter a los reclutas a nuevas tensiones, no están listos, aún no es tiempo. ¿Cuándo será tiempo de escuchar a estos pelados? Están listos para salvarse de la muerte más idiota, están listos para volver al regimiento congelados y ateridos, están listos para seguir preparando guerras improbables, están listos para que venga otro mayor a ordenar su marcha hacia la nada, pero no están listos para contar su parte en la tragedia ante el señor juez. El oficial a cargo, flaco, ojeroso, recién salido del hospital, seguramente aún dopado, pero nunca tanto como para no mentir, claro, él si que está listo para declarar. Los pelados no están listos, firmes en su cuartel, dignos y dispuestos en su entrenamiento, no están listos.
Entonces vino el viento blanco otra vez y borró todas las señales, perdió a todos, desorientó a las madres, los hermanos, las pololas.
Los soldaditos y el sargento, ya se sabe, resistieron hasta su final, demasiado dignos, demasiado obediente ante la estupidez marcial. Y ya lo dije: fueron apareciendo tan de a poco que las lágrimas se congelaron.
Ahora es junio entonces. Aún nos queda por encontrar el último soldado, nuestro último soldado. Las patrullas buscan en la silenciosa cordillera sin cámaras que les acompañen esta vez.
Nuestro último soldado se llama Silverio. Su cuerpo de niño grande se niega a aparecer. Algunos ya hablan de la primavera. Para ese septiembre irreal seguramente quedará muy poca nieve, pero habrá entonces demasiado olvido sobre nuestras cabezas, soplarán otras ventoleras que nos perturbarán la visión, y ya ni sabremos cómo se llamó este chico que no quiere aparecer. Yo quiero que no se nos borre su nombre: Silverio, Silverio. Repítanselo. Él es nuestro último soldado.
Repito: nuestro último soldado. Cuando su cuerpo vuelva de la nieve para recibir nuestras últimas honras, ya no quedará ningún soldado más. Sólo quedarán por allí unos cuantos oficiales dispuestos a recibir, según sea el caso, condecoraciones, castigos mínimos, una saludable dosis de olvido chilenito, entrevistas, resúmenes piadosos de su dilatada trayectoria, jubilaciones jubilosas, dignidad, honor y respeto.
Ningún soldado. Sólo quedarán unos cuantos generales por ahí, coroneles, capitanes y mayores, expertos en el fino arte de olvidar que pasó lo que pasó. Quedará también el viento blanco, sepultando en su resuello la pena, el dolor, la gana de justicia.
Quedarán también nuestros sobrevivientes, vueltos a su vida tan sencilla, salvados y nunca escuchados. Le contarán a sus hijos y a sus nietos del terror en que anduvieron y de cómo esa vez no era su vez. Y la mayoría de ellos ya no serán soldados. Serán apenas pueblo, gente, masa ciudadana. Madres o padres de un futuro con más lluvia y aguanieve.
Cuando Silverio vuelva, será el último soldado. Los demás serán sólo un ejército minúsculo, medio cegado por el tiempo, incapaz de crecer desde la sangre de sus mártires, que, en todo caso, son muchísimo más nuestros que suyos.
Cuando Silverio vuelva, tratemos por favor de recordar su nombre y su cara. Y cuando veamos la mirada, estratega y satisfecha, de los que fueron su general, su coronel, su capitán o su mayor, sobrepongamos los ojos niños de Silverio sobre esas caras demasiado vivas, demasiado duras.

lunes, junio 20, 2005

LETANÍA 5

Y cuál es el temor, me digo,
y cuál es el temor, mientras me cruzo mi Santiago en micro bajo nubes sin piedad
y las grises palomas picotean el cuerpo místico de Chile
y los niños no se mueren de frío porque ya es La Primavera
entonces y cuál es el temor me digo
y los oficinistas se lo duermen todo en viaje hacia su centro malparido
y golpean la cabeza contra el vidrio brasilero y se medio despiertan y pasan y pasan los difuntos recobrados y las chilenitas teñidas a la rápida apuran sus
buenas piernas para llegar a la hora
y si no he tomado más desayuno que harina tostada con agua y azúcar y una taza de café bien fuerte, entonces dime “y cuál es el temor” y a qué, si todo está tan luminoso y los negocios suben sus cortinas
y el cielo azul degrada poco a poco en humo y la gente cruza a la carrera las calles de su vida recién pavimentada y carga ropa espantosa y manchas de su piel
y hay que oírse cada noticia y saber seguir a flote
y cuál es el temor del día claro y de la noche de anteayer
señores, damas de mi devoción
cuál es el temor si estamos listos para la otra la foto,
el niño extraviado apareció, la luz creció desde la sombra
y son las ocho y media mientras esta historia se escribe
y Santiago sigue idéntico a sí mismo, cambiante
a cada rato en una nueva risa, un nuevo humo de cigarros, nuevas las bocinas y los pasos de cebra y la tapa de la alcantarilla es un mandala,
cuál es el temor si la vida está botada en monedas de diez y sólo hay que juntarlas y cambiarlas por billetes de juguete para salir a volar o a perderse en una línea de metro por fin sin ninguno de sus suicidas
y si los suicidas entonces me devuelven el saludo y vuelven a su vida normalita,
dime, díganme, cuál es el temor.

viernes, junio 17, 2005

Esta es la foto de la barricada

Esta es la foto de la barricada que armamos en un día nublado

Hay unas palmeras de fondo.
Más atrás un montón de gente.

La barricada que fotografié el tres de julio del ochenticinco.
¿No te acuerdas? Yo si me acuerdo.

Tengo esa foto.
Aquel día unos encapuchados me quisieron golpear por fotografiar la barricadas y a la gente tras ella.

Les expliqué que yo había armado esa y otras barricadas.
Les pedí calma.

Uno de ellos me reconoció y no me pegaron.
Así me quedé con esta y otras fotos.
A algunos de los que salen en la foto o a los que pudieron salir los he visto en el incierto futuro que se armó.

Cantan en las micros. O en ciertos escenarios.
Mandan en oficinas. O son mandados en ellas
a través de teléfonos, e-mail, memos y circulares.
Cobran su sueldo por caja después de hacer una cola en la que se encuentran con gente conocida
que andará por allí en otras, en tantas fotos como esta.

A algunos los he visto en la TV
dando consejos sobre Computación,
o sobre Estética,
o acerca del comportamiento que debemos tener cuando vamos al Estadio.

A algunos los he visto diciendo cosas como “es inconcebible” o
“esto es un montaje, no tengo nada que ver”


A algunos los he visto en persona.

Nos encontramos en la calle.

Nos abrazamos.

Nos invitamos mutuamente a tomar café, cerveza, vino, tequila.

Intercambiamos tarjetas, números de celular, así, con un gesto amistoso, cercano, al despedirnos, uno en dirección San Pablo, el otro en Dirección Escuela Militar.

Los he visto en persona
ellos dentro de un cajón
a través de la ventana de vidrio nacional
mientras yo sollozaba de pie, confundido,
lo mismo que otra gente alrededor
en una iglesia
en una avenida, en el cementerio.

El futuro no da lugar para despedidas.


La barricada que fotografié un tres de julio del ochenticinco la tengo en mi escritorio.

Se me cayó junto a unos papeles que buscaba
porque quería imprimir unos poemas


Esos poemas hablan
acerca de los derechos del consumidor.


Mientras la impresora suelta las hojas
miro la foto.


Si:
había mucha gente
borrosaalrededor de la barricada.

jueves, junio 16, 2005

La Normalidad

Ahí está, agazapada en algún lado de Santiago, la Normalidad.

No piensa llover en la ciudad. Necesito el agua de los cielos. Mis sueños están resecándose en este indecente sol de un verano que no se sabe ir.

Ya vino el cambio de hora consabido. Los crepúsculos se nos tiñeron de otra cosa, no sé qué es, una especie de savia lenta que poco a poco invade las arterias, el caminar de mis gentes, los árboles moribundos junto a una carretera que penetra como una daga entre callejones incrédulos. Es Santiago.

Reflexiono estas cosas asomado por la ventana de un hospital cualquiera, que de casualidad es el hospital más importante del universo. La hora de visitas ha terminado, y los guardias de azul oscuro han desalojado a los parientes y amigos de los enfermos desde las salas comunes. Yo aprovecho de respirar un poco mientras los ascensores se desocupan un tanto del tráfico de visitantes en fuga.

Sería una buena ocasión para fumar, pienso, y sumar mi humo a la bruma persistente de esta tierra encajonada. Pero claro, esto es un hospital, y no se fuma, está prohibido. Sólo cabe imaginarse la pequeña neblina gris azulosa saliendo de mi boca, el fulgor intrascendente iluminando algo la noche esta, que se crece. Nada. Nada.

El hospital público es medio sombrío, tubos fluorescentes de potencia insuficiente nos salvan de la oscuridad con pocas ganas. Quizás si me mantengo en este rincón, así, escondido, pueda quedarme un rato más para volver a darle el último beso de hoy a la paciente amada que en su cama con número espera que otro sueño la haga descansar. Y aunque ya estoy callado, trato de que en este empeño mi silencio se haga más profundo. Mi respiración la pongo lenta y de menor hondura. El latido de mi corazón resuena entonces como pasos, como golpes, como el simple latido de un corazón de niño asustado que espera en su escondite a que no lo pille ningún cuco.

Pero no hay caso. Seguramente mi idea de quedarme y mi rincón supuestamente invisible, ya son historia vieja para el vigilante de lentes cuadrados. Él se me acerca sigiloso, prudente y con respeto pero no menos inflexible, a pedir que me retire. La batalla fue perdida antes de comenzar; me rindo y bajo por las escaleras. Recibo como despedida casi cariñosa un roce de su mano en mi hombro, como queriendo dar consuelo dentro de la aflicción del cumplimiento del deber suyo.

En fin. Son dos, son tres, son veinte, son cincuenta saltos de peldaño en peldaño y ya estoy afuera. Es tarde, y el hospital es una masa ocre y sombría, apenas iluminada por sus ventanales que se envejecen ante mis ojos.

La opresión en mi pecho mientras avanzo hacia el cordón de luces de Providencia me habla de la normalidad perdida, de semanas entre miedos y esperanzas que se pelean furiosos el ámbito de mi respiración, de mi dormir, de mi querer. Yo sé que por allí, en alguna parte de mi tierra, la normalidad está viva y se mantiene, como esperándome con su taza de café caliente, su pan con queso, su conversación llana y tierna. Por eso voy y apuro el paso, para tratar de alcanzarla.

Estoy sano, estoy a salvo de la fe pegajosa que alarga el miedo hacia la sombra de santurrones que no saben confortar estas almitas. Estoy sano y puedo salir del hospital impunemente, sin que me sigan para inyectarme, sin que me quieran cobrar procedimientos y exploraciones. Estoy sano, por lo menos por este minuto, y eso me basta para sentir que el mundo baila bajo mis pies. Trato de atrapar esa energía para el día siguiente, cuando haya que levantarse otra vez y tratar que los asuntos de la vida y de la muerte sigan la negociación sin recoger sus víctimas aún.

Si. La normalidad está allá, en alguna parte. Si ahora lo quisiera, podría encender el cigarrillo imaginado hace minutos. Pero ¿para qué? ¿Tiene sentido hacerlo ahora que avanzo cada vez más rápido hacia mis asuntos, allá en el centro de la ciudad que imaginé y que recobré? Además, en realidad ni fumo, ni lo haré. Nubes, nubes, solo nubes que el soplo de mi aliento despeja.


Más tarde, siempre más tarde, paso otra vez por esta calle. Ya desocupado de mis trabajos, de vuelta a casa, manejo el Lada frente al hospital. Por los parlantes retumba un rockanrol amado. El edificio está ahora, si se puede, más oscuro que antes. Y cerrado con candados y barreras, como si quisieran impedir que nuevos enfermos no invitados se colaran en sus salas atestadas y ruidosas.

Al pasar frente al recinto, no puedo evitar disparar una sonrisa hacia el piso tres, como quien dice “buenas, buenas noches”. Luego acelero, paso cuarta, subo el volumen y me pierdo hacia el sur de acá, donde la normalidad enciende su hoguera.

Música de Hospital

La música de hospital no es cualquier cosa.

No es música de supermercado, ascensor o el hall de una afp. La música de hospital es música de espera, aguardar por horas largas, por días demorosos, semanas así de agrestes.

La música de hospital se desangra gota a gota y sin apuro. Parece monótona, pero está llena de matices, espesuras y timbres que retumban en los oídos. Por allí hay un pitido leve y persistente de alguna máquina que mantiene andando un pulmón, o que cuenta los latidos de alguien para restarlos al total final del corazón.

Más allá, un doctor en traje de cirugía verde le habla con voz apenas perceptible a un círculo de gentes de ojos brillosos. Trato de comprender lo que dice, pero no alcanzo a descifrar ni media sílaba. Parece que los que le rodean si lo hacen, y se reconfortan entre sí con palmaditas en la espada, mientras el médico se aleja tras la puerta que dice “no pasar”.

La música del hospital es esto: el imparable zapatear de las auxiliares que nunca se detienen, y van de un lado al otro llevando y trayendo chatas, bandejas, bolsas de suero, carpetas con informes médicos. Y sus risitas, los saludos afectuosos, sus conversaciones le dan al paisaje sonoro un frágil vibrato de normalidad, en medio de esta sonata de la mala salud.

Entonces viene algún enfermo no tan grave, arrastrando empeñosamente las patas por el pasillo desde el ala norte del edificio. Carga una caja de acrílico con el drenaje de su cuerpo, sangre pálida que borbotea de vez en cuando, el rasguido de sus pasos, la tos que lo estremece: música de hospital.

El timbre del ascensor hace lo suyo: comunica todos estos mundos: el quinto piso donde operan, el cuarto donde se recuperan los recién intervenidos, el tercer piso de las salas comunes, el segundo de laboratorio, el primero de policlínico. Cada uno de los niveles con su altura y con su tempo, siempre y a veces casi bulliciosa, la música del hospital.

Por un rato, mis pasos nerviosos en el pasillo son parte de esta música de hospital. Veintiocho pasos tiene el pasillo que camino y re camino, mientras espero, espero, espero. Mi familia, en los sillones de esta sala, conversa sin pausa, se inventa una normalidad nerviosa, mientras sus voces se unen a la textura de esta sinfonía extraña de la que somos parte.

A ratos me pongo los fonos y subo el volumen al máximo, para que el hospital tenga en mí otra música y no este susurrar de sanos y enfermos. Entonces mi música de hospital se llama “cuándo vendrán” o ”heartbeat” o ”dangerous curves”. Un día de estos, a ustedes que leen estas cosas, les haré escuchar esas canciones, a ver si toma otro sentido entonces el hospital y su música, desperdigados por el gran sanatorio que es el universo que habitamos. De momento quédense así, a la espera. Imagínen que están sentados junto a mi, mientras escucho mi propio sonido angelical, y a ustedes sólo les llega el chicharreo de mis fonos, y las bullas con eco de algún otro piso.

La música de hospital es esto: alguien teclea fuerte en un computador, y ya es tan tarde, y en sus camas los enfermos tratan de dormir. Quieren silencio pero saben que no se puede tener: la música del hospital es infinita. Puede subir o bajar el volumen, puede ser más rápida o más lenta. Puede ser sólo un largo llanto contenido, o una explosión de risas prontamente acalladas. Puede ser el estruendo de los carros de metal saliendo del ascensor o apenas el rasposo tono de una respiración que se apaga de a poquito. Puede ser todo eso y el rumor de tu miedo también puede ser. Pero la música del hospital no para.

Y cuando sales del hospital, la sigues oyendo.

Si te quieres dormir entonces, no quieras que se esfume. Trata de que parezca un arrullo. Apaga la luz. Cierra los ojos.

la no política

Lo mío no es político en sentido de político es político en sentido de lo humano es político en el sentido de sentir y ser una ciudad parte de ella y el todo también lo mío no es político en ningún sentido dejo de ser político a la hora misma en que decidimos salvarnos de esta gran política que nos gobierna manipula mandonea alimenta y nos devasta lo mío no es político por que no nomás no me pidas más explicación ni compromiso ni discurso ni objetivo lo mío no es político por que yo no me paseo por los cerros a la caza de un formato de un objeto de un claro sentido mas que este sentido de la piel ven destapemos otra chela démonos un abrazo eterno ya

Porque lo mío no es político es entonces demasiado político pero en un sentido que ni siquiera los embarcados en este contubernio alcanzamos a entender o distinguir es tan político que no hay político que se lo entienda ni se lo quiera tragar tal cual viene entonces vienen y cuentan los posibles votos con los dedos de una mano entonces van y dicen “ah no es político entonces” y pasan tan de largo tan de largo que da gusto

Lo mío no es político más que en el sentido de que le pasamos la cuenta a la política esta de grumosos acuerdos antes que ella nos vuelva a tocar el poto

Lo mío no es más político que la borrachera de anteayer que venga otro a ver si se atreve a lucrarse este dolor ahí verá que tanto esto es o no es no político

mi historia con La Renga

Resumen de mi historia con La Renga.

A ver. Lo ideal sería que mientras lees esto puedas oír algo de estos hermanazos argentinos. Pero no es fácil. Es que por acá es más bien complicado conseguirte un disquito de ellos. La distribución anda malita, y en realidad a veces hay que manejar más bien un poco el dato de las disquerías más escondidas, las del subterráneo, las del centro comercial no tan visitado por la muchedumbre.

Tampoco se trata de que La Renga sea un grupo de elite. De hecho no lo es. Su música es un rocanrol de fuego y corazón, simple y duro como un martillo. Real. Fuerte. Imprescindible.

Los escuché por primera vez hace unos cinco años, cuando el maravilloso proyecto Rock & Guitarras de Alfredo Lewin nos inflamaba el día entero con su rock sin concesiones. Allí se apareció La Renga por mis orejas, con su “Balada del Diablo y La Muerte”, como nave insignia de una Armada Invencible de Canciones.

No me extenderé hablándote de sus temas, ya que si no las conoces puede que no valga la pena. Es medio latero describir la música si no la puedes escuchar. Sólo te diré que me dejaron una marca indeleble en el alma, como señales de vivencias que la banda es capaz de transmitir y que uno no puede dejar de sentir como propias, muy cercanas a lo que a mi vez me ha tocado pasar. Más encima, todo en clave de hard rock puro y duro. Qué mejor.

Pues bien. Como buen fanático, en algún momento se le gatilla a uno el deseo de verlos en vivo. (Mención aparte para el sueño de traerlos por cuenta propia. Tuvimos una conversación con un grupo de amigos. La apuesta era que cada uno vendiera su auto y entre todos hacer las monedas para contratarlos. En fin. Otro plan fallido.)

El caso es que más o menos en agosto o septiembre de 2002 escucho por Radio Futuro (cuando era aún audible...), la noticia que esperaba: La Renga viene a Chile. Fecha: 19 de octubre.

Parece que la mesa comienza a estar servida para el banquete. A estas alturas y después de haberme sumergido por mucho tiempo a gozar de su música, La Renga ya era una de mis bandas favoritas, si no la que más...

A través de la web me había enterado de un dato interesante. En sus recitales, La Renga junto con un grupo de sus incondicionales (conocidos como Los Mismos De Siempre), publican una hoja, un panfleto, en el que se mostraban mensajes de la banda a sus fans o viceversa, letras de canciones nuevas, reflexiones, pensamientos. Esta publicación se llama “El Precipicio”. Estaba claro entonces mi objetivo: comunicarme con la banda y ofrecerme para colaborar en la edición chilena de El Precipicio.

Navegando por estos mares virtuales di con varios correos que podrían servirme.

Paralelamente, escribí un texto acerca de mis impresiones de la banda, y lo envié a algunas páginas de foro, y a algunas radios de por acá.

Uno de los correos que me conseguí era nada menos que del Gordo Gaby, manager de La Renga, quien me contestó breve pero afectuoso. Dijo que podría ser, pero que a lo mejor me convenía más contactarme con la producción del evento en Chile.

Otra vez a través de la web, me comunico con el productor chilensis, un tal Jorge Toro. A él le cuento mi cuento y me lo compra de una. O sea: el pone la plata, yo la gráfica, y me pide que no le comente más a la banda, ya que será una sorpresa.

A todo esto, ya era habitual el intercambio de correos con el Gaby, pero por supuesto, ninguna mención de El Precipicio.

Con Toro, por otra parte, ni nos conocíamos. Fuimos avanzando con la publicación pero todo vía e-mail. Recién cuando le tocó pasarme las monedas para la impresión nos vimos las caras. Es un lolo flaco y a medio chasconear, con cara de no quebrar un huevo, y menos de estar de empresario en lo que sería, a mi modesto entender, el mejor recital del 2002 en Chile.

Por mi parte, me di unas cuantas vueltas por el barrio imprentero de San Diego, buscando la oferta y la rebaja en películas, planchas, papel, guillotina y tiraje, todos los ingredientes para El Precipicio.

Toro tuvo una buena idea: que por radios y páginas web se le avisara a los fanáticos chilenos que podían enviar sus impresiones con respecto a la banda, sentimientos, pensamientos y todo eso, para preparar “algo especial”. Nunca se dijo nada acerca de El Precipicio. El secreto se mantuvo bastante bien, después de todo. Llegaron suficientes textos como para llenar las cuatro hojas tamaño media carta programados.

Y bueno. Llegó el día esperado. Como decían los afiches “el sueño ya es realidad”.

Viernes 18. La Renga llega directo desde el aeropuerto hasta la Rock&Pop, para presentarse en “La Cosa Nostra”, radio y programas oficiales de la banda en Chile.

Ese mismo día en la mañana Toro me había llamado para decirme que mi nombre estaba inscrito en la Radio como invitado para juntarme con los rengos. Qué mejor.

Por supuesto que el trabajo de impresión sólo estuvo listo ese mismo día en la tarde. O sea, tuve que salir de vuelo de la pega, atravesar Santiago en el Lada, saltándome luces rojas y pares, para recoger los cinco mil precipicios y luego volar hacia la radio.

La llegada fue simpática. Me reportó en la portería, con mis panfletos bajo el brazo. El guardia me busca en la lista, me encuentra y, mientras me abre la puerta (para envidia de los fans que esperaban), avisa hacia adentro: “ya estamos listos, llegó el último de los invitados”.

Adentro, en el subterráneo, la cosa ya estaba casi andando. Mientras sonaban unos comerciales por los parlantes me empecé a ambientar. Pregunto por Toro y por el Gordo Gaby, a quien quería conocer. Ninguno de los dos había llegado, ya que estaban en la aduana de Los Andes sacando parte del equipo. Es que Le Renga venía con toda la parafernalia, no con el show a medias como tanta banda mula que llega por estos lares...

Bueno, el caso es que me convertí en el único representante de El Precipicio en el programa.

Después de los correspondientes saludos con cada uno de los rengos, le dije al Carlitos Costas (conductor de La Cosa Nostra), la situación. Me daba un poco de lata presentarlo solo, ya que lo habíamos hecho entre Toro y yo. Pero qué más se podía hacer. Costas sugirió que yo los mostrase.

El programa estuvo re entretenido. Además de La Renga, estaban los chicos de Weichafe, poderoso trío chileno, encargado de abrir el recital de los argentinos. Ellos estaban con sus instrumentos, ya que iban a tocar en vivo.

Se nos dio la opción de quedarnos dentro del estudio, donde sólo oiríamos los instrumentos a la hora de tocar, o estar afuera, con el control, pero oyendo todo el audio. Obviamente, preferí estar adentro, con las dos bandas. Además. Allí estaban las infinitas botellas de cerveza que el Kirk y otros de la producción entraban a cada rato. (Ese era un gran detalle, ya que el lugar estaba demasiado caluroso.

Bueno, el caso es que luego de unos cuantos temas de Weichafe y La Renga alternaditos, llegó la hora de las preguntas del público presente. Allí el Costas me dio la pasada a mi para que presentara la sorpresa de El Precipicio.

Fue re simpático el momento. Realmente Los chicos no se lo esperaban y quedaron emocionados, “ro copados” como ellos mismos dijeron.

Repartí hojas para todos los presentes y me llevé unas cuantas felicitaciones, abrazos y besos de todos (es que estos argentinos son súper besucones). La conversa y la tomatera continuaron hasta bien tarde en otros sitios, y allí se fue afianzando una especie de amistad bien especial entre todos los allí presentes y la Renga.

Bueno, la historia puntual la dejo hasta aquí nomás, para no latear con más detalles. Sólo quiero agregar dos cosas:
1º.- que el Precipicio salió casi solo y espontáneamente. Ninguno de los que participamos nos conocíamos previamente. Incluso se me acercaron un par de personas en la Rock & Pop, emocionadas porque sus textos estaban en el panfleto.
2º.- Al otro día, después del recital, me fui a meter a los camarines a felicitar a la banda. Cuando voy de vuelta, por un pasillo veo que delante de mí va un tipo enorme y chascón al cual todos le preguntan cosas, que él responde con inconfundible acento argentino. Yo digo en voz fuerte y desafiante: “¡A ver, quién es el Gordo Gaby aquí!”
Él se da vuelta y grita “¡Yo soy!”. Le digo “Yo soy Pablo Padilla”. Él me dice “¡¡Hermano!!” y nos abrazamos re fuerte. Creo que ese abrazo fraternal y cálido resume bastante bien lo que ha sido mi relación con esta banda, que ahora no dudo en calificar como mi favorita absoluta. Si me preguntan por el rocanrol con corazón, yo respondo La Renga a todo volumen. Si me preguntan por actitud y aguante, canto La Renga. Si buscan hermandad, amistad y la mejor onda, entonces buscan a La Renga.

por la tragedia en República Cromagnón, Argentina

¿entonces siempre nos estamos yendo?
¿es esta la caza de la muerte que nos besa muerde araña y langüetea, hambruna de ángeles drogados?
¿es diciembre ahora una venganza o una cuna de niñitos muertos?
¿quién nos sacará de aquí?
¿este tren que se desangra en el oleaje?
¿la calavera toma el sol en su resort? ¿enciende su viola rockera para una prueba de sonido eterna?
¿en cuál colectivo me regreso a tus abrazos lejos lejos lejos deste pavor tan noticiero?
¿nos estamos yendo ahora?
¿se estrella contra su sarcófago la locura de la fiesta nuestra?
¿puedo con mi sonrisa desdentada botar los portones que me esconden el aire de mi aliento?
¿a dónde van los callejeros muertos?
¿y la novia malograda?
¿es diciembre –insisto- otra venganza de algún dios sin cejas que se traga el placer a manos llenas?
¿nos desnudaremos este día tan penúltimo? ¿y a la salud de cual de nuestros idos?
¿qué tan larga es la lista de los que serán echados de menos?
¿te va a cantar otra vez mi corazón?
¿es un temblor esto? ¿o es un camión que se lleva estrellitas quemadas hasta el botadero?
¿cómo sangrar mañana si no queda sangre?
¿es este desmayo de dolor el abrazo que esperábamos así, borrachos levemente y con más ganas?
mamá: ¿tendremos sombra?
¿quién nos cuidará en la tan oscura guardería?¿quién dibujará los nuevos mapas de mi cielo devastado?

Chupar

Definiciones
Mi diccionario dice de este verbo: absorber; succionar.
La tierra se chupa la lluvia. La guagua chupa la teta. O uno se chupa cuando la timidez lo vence, o queda chupado después de una enfermedad grave.
Pero está el chupar “a secas”, el mero chupar sin complemento ni apellido. Cuando se habla de chupar así, no es necesario agregar nada, ya sabemos de que se trata.
Se chupa el vino, el pisco, la cerveza. Chupar a secas es empaparse por dentro de alcohol, en sus distintas formas. Chupar es chupar copete.
No hay equívocos a la hora de chupar. Cuando alguien es “bueno para chupar”, no se apunta a ningún otro tipo de succión. Y si ese fuera el caso, se debe explicitar: chupapicos, chupamedias, chupacabras, chupados: son todos otros animales dentro una fauna donde los buenos para chupar son los reyes.

Los inicios
¿Cuándo se empieza a chupar? Hay estadísticas recientes al respecto, las que indican que la edad de iniciación chupatera anda alrededor de los 13 años. La adolescencia, entonces, parece ser la edad chupadora por excelencia, pero no en exclusiva. Generalmente, el bueno para chupar lo es para toda la vida. El imaginario colectivo atribuye a este hábito muchos casos de larga vida. De estos profesionales se encarga la ciencia médica, o grupos variados de autoayuda. Es decir, se preocupan de que dejen de chupar, lo que, en una mayoría de los casos, es imposible. Perseveran los chupadores en su empeño.
Tengo unos vagos recuerdos de mis chupadas tempranas, en los que se mezcla mis chupadas de leche con una manga de curados tomando a destajo. El cuadro es el siguiente: por pura maña yo tomé leche en mamadera hasta cerca de los diez años de edad. Decir mamadera es mucho: en realidad se trataba de esas botellas de cerveza chicas, color verde o café, a las cuales se les ensartaba un chupete largo como un condón. En ese tiempo mi padre administraba la botillería de mi abuelo. Llegando yo del colegio, tipo seis de la tarde, pasaba al local, que más que botillería, operaba como clandestino donde los curagüillas iban a tratar de matar, infructuosamente, su sed.
Mi padre tenía mi leche lista en la botella cervecera, me la entregaba, y yo me iba hacia la bodega, donde me sentaba en una caja de vino, en ese tiempo eran de madera, y frente ponía otra, a manera de mesa. Como no podía dejar de leer algo mientras tragaba, él me entregaba una revista, generalmente una “Cosquillas” o “Viejo Verde”. Así chupaba yo mi leche en botella de cerveza, admirando a las contundentes hembras retratadas en blanco y negro, bajo la atenta mirada de las arañas y los ratones de la bodega de la botillería, rodeado de garrafas y chuicas. Chupar (leche, en ese caso), era la vida. De chupadas posteriores, de momento mejor no hablar. El chupar nubla la memoria.

La metachupada
Chupar es más que succionar o absorver. Chupar siempre es más. Chupar es sobrevivir a una sed infinita, minuciosa, la sequía de la garganta que nunca gritó lo que debía, ni lloró ni rió. Chupar es salir a buscar los ríos de agua viva y despreciarlos por tibios o suaves; o mejor aún, milagrosamente mutarlos en el vino de la eterna noche. El primer milagro de Cristo fue convertir el agua en vino. Lo hizo a pedido de su madre, doña María. No es poca cosa. Que siga la fiesta, de eso se trataba. Si el vino se acaba, dónde vamos a parar. No puede ser, Señor. Que siga la chupatera.
Chupar es mucho más que tragar. “Juntemonos a chupar” es la formula sacramental pronunciada para buscar la salvación del mal minuto, la mala hora, el año malo. Afuera llueve y llueve, sin piedad. La tierra se chupa la lluvia. Adentro, bajo techo, el vino desde su lecho de vidrio combate todo el frío, dibuja la sonrisa en la cara de los celebrantes que celebran cualquier cosa.
Afuera llueve y llueve. La procesión de cabros incesantemenente pasa rumbo a la botillería de turno, por la chela, por la caja de luca, por la de pisco, grapa o ron barato. Llueve y llueve pero, ¿quién detendrá la caravana de los chupadores? Las autoridades celebran con generosos brindis sus ingeniosas campañas contra el vicio de los otros. La industria del copete paga religiosamente los impuestos. No dejemos que el wiski extranjero avasalle al pisquito criollo. Salud. Salud. La salud es importante. Brindo por eso.
“Bebed: esta es mi sangre”, dijo el borracho bajo la lluvia después de recibir su púñalada. Alguien, luego, más tarde, cuando la ambulancia se retire, se chupara la sangre y su vino barato. El sacerdote alzará la copa entonces en la misa del difunto. Salud, y en la tierra, paz a los hombres borrachos.
Hay tantos chistes de curados. Un buen chiste es la palabra misma. El que se embriaga esta “curado”, o sea, se sana de algún mal, el mal supremo: la sobriedad. Hay tanto chiste, pero ser curado no es un chiste.
¿Y la suerte del curado? Supera largamente las siete vidas del gato. Sólo le compite la suerte del tonto. Entre estas dos fortunas, la humanidad se mantiene en pie, apenas, tambaleante, pero sin caer, quizás ayudada por un poste, una pared, o, lo mejor, en otro curado igual o peor. “Está fuerte el viento”, comentan con envidia los que no han chupado aún. A todos les llegará su hora. La enfermedad se acabará. Saldrán a chupar, a chupar con ganas, a chupar con rabia, a chupar con el buen empeño del que carga la sed más densa. Saldrán a chupar, y al amanecer, cuando ni el reloj sepa qué chucha de hora es, por fin y para siempre, estarán curados.

Valparaíso secreto

El Valparaíso secreto vive de vivir no más. Esto puede sonar simple pero es sumamente complicado. Se necesita una minuciosa combinación de elementos. Aire, sol, pega, volantines, piernas, multitud, radios a pila, gatos, fruta, cerveza, cielo, lápices de colores, sonrisa, algo de neblina, ventolera, gas, silencio, paciencia, papas fritas, más piernas, olores varios, un san lunes infinito, cara dura, y así, vamos alargando la lista.

El Valparaíso público vive de otras cosas. Se le llama Mito (con mayúsculas). Se sufre sus poetas ostensibles y no demasiado leídos. Patrimonial, eterno, sacrosanto, en el fondo un gran y querido desconocido, visitado por notables que hacen y deshacen de su vida en otros sitios, pero que recalan en el puerto la veteranía de su turismo cultural y tan global que llama a risa. Se le compara con ciudades del primero, del segundo y del cuarto mundo. Puede ser, puede no ser.

Después de las ceremonias, Valparaíso secreto, el de todos los días, el que no registran los turistas ni los fotógrafos a sueldo, sigue su paso ingrávido y letal, de lío en lío, de polvo en polvo, de funeral en funeral, peleando a cada rato por más pan, más cielo y más libertad, la libertad caótica, la única libertad.

No hay una receta para hacer de esta ciudad el monumento que, con buenas y miopes intenciones, pretenden erigir los ediles, los funcionarios, los pomposos de turno. Valparaíso se hizo solito, es decir, lo hizo y lo deshizo su gente, su gatuna gente orillera. Lo demás es ladrarle a la luna, con mayor o menor elegancia.

Después de todo, desde la insondable distancia de ciento nueve kilómetros de amor porfiado, lo veo bien, lo veo vivo, lo veo encendido, lo veo sediento. Manchas por aquí o por allá, algún edificio que reclama su dinamita para liberar la vista, quizás más perros de los necesarios, pero que hacer con esta aglomeración jamás fundada y apenas descubierta. Valparaíso es y será un puro exceso, una exageración con avenidas sinuosas, callejuelas implacables, escaleras definitivas. Valparaíso es la grandilocuencia de inmigrantes y refugiados de todas las raleas que hacen acá su mal negocio del cual viven y por el cual morirán a su vez, así, de pura risa.

No me la creo, no se la crean. “Patrimonio de la humanidad” es una estrella más nomás en este innumerable cielo porteño. Quizás es casi lo contrario. Se me ocurre que la humanidad no sería la misma sin Valparaíso, quizás es el secreto mejor guardado y se postergó por siglos su consagración, hasta ahora en que a nadie debiera importarle demasiado. No se salvan las ciudades con honores ni nominaciones. Valparaíso tiene su propia receta. Valparaíso es el secreto mejor guardado de la humanidad.

Y así como Santiago es el pueblo chico más grande del mundo, Valparaíso es el universo más pequeño y total, un cosmos caminable y saludable.

Los turistas lo visitan, pero los viajeros, sus habitantes extraviados en otros barrios más sucios del planeta, lo recorremos con los pies de la memoria, y lo acariciamos, tiernamente, con estas palabras torpes.

Salud, Valparaíso, te regaló mi sed y mi hambre de ti, a ver si la saciamos juntos un año de estos.