martes, agosto 21, 2007

Balas y Cadenas

“Uno es lo que come”, dijo Donkey en alguna de las tres partes de Shrek. Mientras recuerdo la frase, no puedo dejar de darle la razón a la proverbial sabiduría del bicho animado.
Entonces le doy otro giro a la frase y pienso que uno es lo que usa. Ahí están cada uno de los objetos personales, ese variado repertorio de enseres portables con que nos vestimos y equipamos para salir a la vida. Zapatos, billeteras, carteras, bolsos, libretas y lápices. Bufandas y calcetines. Materia inanimada, muda pero elocuente para denunciar a gritos el qué y el cómo de cada uno de nosotros.
Si bien la moda ordena y acomoda en la corriente general los gustos de la multitud de ego que somos, dentro de la uniformidad logramos acomodar las señales que enviamos hacia los demás. Son las señas de nuestra frágil identidad.
Aquí tengo, a la vista, mi llavero. Consiste en una simple bala de 9mm soldada a una módica cadena más el aro para las llaves. Reemplaza a una anodina pieza de metal que usé durante años, sin mayor gracia que ser bastante pesada. Pero ahora, cuando me toca abrir cerraduras y candados, acaricio la escueta munición.
Pienso en lo que la bala puede representar. Esta pieza es una silenciosa concentración de poder. Poder del más brutal y simple, el poder de la muerte sobre la vida. El poder de lesionar e incapacitar. Poder a secas.
Son tiempos de mucho balazo. Desde dueñas de casa aguerridas como la “Muñeca brava”, hasta niños de diez años se las han arreglado para depositar unas cuantas de estas píldoras letales en la carne de algún prójimo. El trámite es simple: pon la bala en el cargador, prepara, apunta, dispara y es el fin.
Pero yo sé que mi bala es diferente, y destila en su simple utilidad otro poder al cual apelo. Fíjense en la foto. El cartucho muestra un pequeño agujero, una especie de ojo sorprendido que se abre a la luz. Esto indica que el proyectil está desactivado. Privado de su explosivo corazón, la 9mm deviene en señal de explícito desarme, la posibilidad cierta de desarticular, cuidadosa y artesanalmente, a ese poder que antes mencionamos, el de la devastación. Lo pequeño contra lo grande, el amor contra la ira. El tránsito que va de lo destructivo a lo decorativo, cuando el fuego de las almas ya no quema sino que entibia los inviernos del planeta.
Y no es casualidad que ronden en mi cabeza sonidos como “Happiness Its a Warm Gun” en los que, en plan irónico, The Beatles se las arreglaban para transmitir su mensaje de paz, el único mensaje posible a estas alturas del planeta. La misma sátira salvaje que es esta existencia terrestre, terminó con Lennon asesinado en el país de las libertades absolutas, empezando por la libertad de portar armas. Lennon, muerto por las balas de uno que nunca se planteó ninguna tregua en su combate, uno que siguió hasta el final la estrella de su arma tibia y sus balas listas para ir por sangre.
Yo paseo por la vida con mi munición inofensiva. Proclamo mi desarme, el fin de mi guerra. En ese gesto, voy abriendo puertas. Entro y salgo. Voy y vuelvo.

Transan

Acá estamos, parados en el frío seco de la noche santiaguina. El frío de los abandonados, el frío de los perdedores. Es la sensación térmica del ciudadano que más que nunca siente el peso de ser un individuo de a pie. Ideas y vocablos, antes de congelarse entre lo oscuro, se repiten en el espiral de muchas noches que son una y la misma: espera, espera, siempre espera. La palabra sortilegio es “transporte”, todos nos queremos transportar.
Los noticieros ya han hecho y deshecho su festín hasta el hartazgo, lo cual quiere decir que alguien por allá arriba, entre poderosos, quiere y desea que el tema termine por aburrir (nos), para luego olvidarlo. Y así hasta la próxima elección. Vale.
Pero la realidad es así: repetitiva e implacable. Y es que cada día no tenemos otra opción más que movilizarnos de un lado al otro. Y se nos hace imposible ese olvido, esa distracción. Porque el que baja la guardia pierde la micro, la última micro. O el metro, el último metro. Y ahí vamos, otra vez repitiéndonos los verbos, como un mantra que no exorciza ni pone la mente en blanco. La mirada entonces se pone en amarillo ámbar, color letrero de bus difuso en el horizonte contaminado, deseando cada uno que ese bus sea EL BUS. Pero no es. O es y viene repleto.
En este punto, la pantalla de la memoria la ocupa un ex presidente, un ex presidente que se resiste a lo de “ex”. Él eleva su dedo milagroso para decir que con todo esto del transan, transan, Transantiago ha tenido que pagar un costo. Y lo hace con su habitual cara de solemnidad. “Carne de estatua”, diría un prócer de otros tiempos. Y sonríe satisfecho para cámaras que, según espera, lo graben en la posteridad.
Pagar un costo, pagar un costo, pagar un costo es lo que hay que hacer entonces cada noche. Con tarjeta BIP si tienes la suerte / mala suerte / suerte al fin y al cabo / de subir por la puerta delantera. Pagar un costo, pagar un costo entonces si subes por atrás. Los que bajan están desesperados. Los que suben están desesperados. Nadie quiere ceder ni un milímetro del metro cuadrado que deben compartir por sonriente mandato del Estado. Hay que empujar a las señoras con sus bolsos. Hay que pasar a llevar al anciano. Hay que golpearlos si es necesario. Y eso cada noche. Pagar un costo, pagar un costo.
Y los trenes se nos cansan entonces. Y el subsuelo es una catacumba sobre poblada. Todo huele a gente apresurada que corre y se apretuja para alcanzar el soñado metro cuadrado de más allá. El metro cuadrado de cada uno es compartido; compartido y repartido hasta la nausea. La misma escena en sueños y vigilias, en la mirada vidriosa de todos los que buscan más allá el transporte. A estas alturas de la espera y de la lucha por moverse, la escena bien puede volverse levemente mística otra vez, el mantra de la espera contraataca. Es la metafísica de las noticias llevada al día a día, el noche a noche de millones en eterno retorno, el retorno de los abandonados, el retorno de los perdedores. El pasajero de al lado, pegoteado como está a la masa, se las arregla para leer tranquilamente su Biblia. “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, que Yo os haré descansar”, Mateo 1, 28-29, para más detalle. Vuelta de página entonces, nuevas profecías, juramentos, siempre allá adelante, la tierra prometida, apenas el metro cuadrado, la lucecita amarillo ámbar que no termina de aparecer, el tren gastado que se lleva todos los rebaños hacia el frío, el implacable frío de los perdedores.

Urbano Matus