martes, agosto 21, 2007

Transan

Acá estamos, parados en el frío seco de la noche santiaguina. El frío de los abandonados, el frío de los perdedores. Es la sensación térmica del ciudadano que más que nunca siente el peso de ser un individuo de a pie. Ideas y vocablos, antes de congelarse entre lo oscuro, se repiten en el espiral de muchas noches que son una y la misma: espera, espera, siempre espera. La palabra sortilegio es “transporte”, todos nos queremos transportar.
Los noticieros ya han hecho y deshecho su festín hasta el hartazgo, lo cual quiere decir que alguien por allá arriba, entre poderosos, quiere y desea que el tema termine por aburrir (nos), para luego olvidarlo. Y así hasta la próxima elección. Vale.
Pero la realidad es así: repetitiva e implacable. Y es que cada día no tenemos otra opción más que movilizarnos de un lado al otro. Y se nos hace imposible ese olvido, esa distracción. Porque el que baja la guardia pierde la micro, la última micro. O el metro, el último metro. Y ahí vamos, otra vez repitiéndonos los verbos, como un mantra que no exorciza ni pone la mente en blanco. La mirada entonces se pone en amarillo ámbar, color letrero de bus difuso en el horizonte contaminado, deseando cada uno que ese bus sea EL BUS. Pero no es. O es y viene repleto.
En este punto, la pantalla de la memoria la ocupa un ex presidente, un ex presidente que se resiste a lo de “ex”. Él eleva su dedo milagroso para decir que con todo esto del transan, transan, Transantiago ha tenido que pagar un costo. Y lo hace con su habitual cara de solemnidad. “Carne de estatua”, diría un prócer de otros tiempos. Y sonríe satisfecho para cámaras que, según espera, lo graben en la posteridad.
Pagar un costo, pagar un costo, pagar un costo es lo que hay que hacer entonces cada noche. Con tarjeta BIP si tienes la suerte / mala suerte / suerte al fin y al cabo / de subir por la puerta delantera. Pagar un costo, pagar un costo entonces si subes por atrás. Los que bajan están desesperados. Los que suben están desesperados. Nadie quiere ceder ni un milímetro del metro cuadrado que deben compartir por sonriente mandato del Estado. Hay que empujar a las señoras con sus bolsos. Hay que pasar a llevar al anciano. Hay que golpearlos si es necesario. Y eso cada noche. Pagar un costo, pagar un costo.
Y los trenes se nos cansan entonces. Y el subsuelo es una catacumba sobre poblada. Todo huele a gente apresurada que corre y se apretuja para alcanzar el soñado metro cuadrado de más allá. El metro cuadrado de cada uno es compartido; compartido y repartido hasta la nausea. La misma escena en sueños y vigilias, en la mirada vidriosa de todos los que buscan más allá el transporte. A estas alturas de la espera y de la lucha por moverse, la escena bien puede volverse levemente mística otra vez, el mantra de la espera contraataca. Es la metafísica de las noticias llevada al día a día, el noche a noche de millones en eterno retorno, el retorno de los abandonados, el retorno de los perdedores. El pasajero de al lado, pegoteado como está a la masa, se las arregla para leer tranquilamente su Biblia. “Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, que Yo os haré descansar”, Mateo 1, 28-29, para más detalle. Vuelta de página entonces, nuevas profecías, juramentos, siempre allá adelante, la tierra prometida, apenas el metro cuadrado, la lucecita amarillo ámbar que no termina de aparecer, el tren gastado que se lleva todos los rebaños hacia el frío, el implacable frío de los perdedores.

Urbano Matus