miércoles, abril 25, 2007

Legado

Alguna vez creí, bastante en serio, que la muerte de Pinochet debía ser parecida a la destrucción de Sauron en “El Señor de los anillos”. En el libro, cuando el enemigo era derrotado, la geografía y la atmósfera daban testimonio cataclísmico del hecho, con derrumbe de montañas y un acelerado bailar de nubarrones que se dispersaban. Pues bien: nada de eso sucedió. De hecho, cuando supe la noticia, me encontraba en una especie de paraíso en la Cordillera, en un hermoso domingo de diciembre, soleado y luminoso. Los cerros siguieron en su lugar y apenas soplaba la brisa tibia de siempre, arrastrando hojitas salvadas del otoño y despeinando las cabelleras amadas.
El tiempo también transcurre para los muertos. Ellos, desde la comodidad de la nada en que están instalados, deben ver qué pasa con su figura y cuál es su legado. En el caso del Generalísimo, yo pienso en los alcances de su herencia. ¿Qué es lo que este señor nos deja? En la tele, los analistas se dieron una fiesta hablando del sistema político y económico heredado. Yo me quedo, como siempre, en los símbolos que nadan en la superficie de los hechos.
Durante los días que rodearon a su muerte, hubo una mujer que se llevó no poca atención. Ella es Luz Guajardo, pinochetista ferviente que no vacilaba en atacar a todo aquel que pusiera en duda siquiera la grandeza de Su General. Una joven señora que sabe administrar meticulosas dosis de furia para deleite de las cámaras de televisión. Repaso mentalmente su imagen: la veo destruir con todo relajo la oficina de ventas de una constructora desde la cual alguien habría gritado consignas contra el Difunto. La dama luego fue detenida y, como otras veces, apareció entrevistada con una calma que contrasta con su anterior enojo. Ella justifica mesuradamente su anterior éxtasis de destrucción. Para mi, esa es parte de la herencia de Pinochet: intolerancia que deviene en furia descontrolada y destrucción mucho más allá de lo racional. No se soporta la disidencia, no se puede pensar distinto o mirar feo o vestir una ropa que no sea la correcta. Después, cuando la rabia ya ha hecho su trabajo, viene la parte en la cual se justifica todo con un discurso sumamente sensato.
Cuando veo a Luz Guajardo destruyendo una oficina, veo hogueras de libros, veo cuerpos enterrados en lo oscuro, veo vehículos blindados avanzando entre gente desarmada. Veo el apetito por la destrucción desatado contra cuerpos indefensos.
Cuando veo a Luz Guajardo serenamente explicando su arranque de violencia como una reacción “humana” ante las ofensas recibidas, veo el rostro de madera de teóricos y personeros que justifican miles de muertos a cambio de mantener el orden y construir un país moderno.
Pero atención: esa herencia no es exclusividad de los partidarios del Capitán General. La intolerancia se instaló en otras mentes. La manía del orden, la escasa autocrítica, la deshumanización del que piensa y luce diferente, del distinto, son asuntos que quedan como herencia de gloria de tiempos demasiado oscuros. El Gran Finado puede descansar tranquilo: un Chile de mirada torva y desconfiada, una patria temerosa y lista para el apaleo, recibe entre rejas y alarmas lo más granado de su herencia. Y lo saben los travestis perseguidos, los peruanos ninguneados y discriminados, los punkies estigmatizados. Lo saben todos los que tienen que mentir en su curriculum porque no viven en comunas elegantes. Lo saben los mapuches, los niños abusados y las mujeres golpeadas y asesinadas por sus parejas. Lo sabemos los que vamos a un recital de rock y debemos ser manoseados y revisados por la policía, sabiendo que la violencia se desata en otros sitios, partidos de fútbol o recitales de Marco Antonio Solís, por ejemplo.
En fin. Regalo herencia: tratar conmigo.