Se nos murió
Se nos murió el Tirano, y más allá de la alegría atroz de celebrar un rato su fallecimiento, tenemos que sacar la cuenta de lo que nos deja como herencia.
Digo “alegría atroz”. Buscamos algún grado de simetría (ya que no justicia), entonces nos damos el gusto de brindar en la hora de su fin. No deja de ser un ritual extraño y macabro. La muerte lo libró de pagar en vida sus desmanes, así que nos queda el festejo pasajero y el brindis apresurado. Y bien apresurado: no puedes quedarte mucho rato celebrando en la calle. No pasará mucho rato sin que lleguen las fuerzas policiales a recordarte que este juego se sigue jugando con las reglas que el Gran Finado dictó hace años. Por eso esta alegría llega a ser atroz. Su muerte deja a la justicia con las manos vacías, y nuestra celebración tiene que ser, con todo, mesurada y a la rápida.
Lo que va quedando como herencia es el miedo, el pavor que este Santo Varón nos inoculó y que aún no se nos cura. Ejemplos:
Ya he escuchado un par de ejemplos en distintos lugares de trabajo donde la gente no se atreve a comentar la muerte del Primer Infante, ni a favor ni en contra, por temor a revelar la posición. No se trata de ponerse a insultar, alabar o defender, apenas opinar. Pero hay mucha gente que prefiere, aún, pasar piola, conservar la pega, ahorrarte una discusión, qué se yo.
Otro ejemplo: Conozco a una persona que logró estar en el velorio del Sátrapa y que tomó una foto bastante interesante. Pues bien, una vez obtenida la imagen, esta persona prefiere que ella no se difunda. Sospecha que la notoriedad de la mentada imagen (Pinochet en el cajón recibiendo un ambiguo homenaje), le puede jugar en contra, persecuciones, cesantías y cosas peores rondan en su mente. Yo, presa de los mismos temores, prefiero mantener la foto en reserva. En estos mismos momentos la miro y sigo mi meditación.
Claro que, siguiendo con la misma simetría, seguramente el miedo que el Supremo fue capaz de contagiarnos no es más que su propio miedo amplificado hasta la nausea. Desde hace mucho tiempo ya que el Divino no se podía desplazar fuera de sus fortalezas si no era convenientemente blindado y vigilado, con matones, Mercedes a prueba de balas y chalecos de kevlar bajo el terno. Yendo un poco más allá, seguramente ese miedo no es más que cobardía. Hasta un tipo tan oscuro como Toribio Merino, su cómplice marinero, era capaz de ir a tomarse un traguito con sus amigos en Cochoa, después de su retiro, sin toda la parafernalia que en ese mismo tiempo ocupaba Augusto para ir a la esquina. Pareciera que Toribio era un resto más valiente de su socio.
En fin. En cualquier caso, las fastuosidades de la muerte ya se apagan. Todo esto tiene un componente tan mediático que esperamos que mañana miércoles el partido de Colo Colo con Pachuca le de una última palada a este Muertito.
Me quedo con la imagen del sepelio. Fue, en estricto rigor, un funeral puertas adentro, más allá de que fue televisado y transmitido para todo el país, como un partido de fútbol importante o un festival de la canción. Qué mejor símbolo de lo que en vida fue: sus honras fúnebres se realizaron dentro de un cuartel militar que está ubicado en la comuna más rica de Chile. Como para que quede claro el origen y sentido que el Tipo le dio a su vida y a su obra. Desde los balcones de sus carísimos departamentos, unos cuantos seguidores observaron la ceremonia. Más allá, las siluetas de hoteles de lujos y edificios se recortaban en el horizonte. Antes de eso, a horas del fallecimiento, el Muertito tuvo que ser trasladado entre gallos y media noche hasta el lugar del velorio. Miedo, puro miedo. Se supone que habría algún fervor popular para despedir a este Amado Prócer, pero el miedo que guió su vida pudo más, y la fanaticada tuvo que asolearse en las afueras del cuartel para homenajear a su Tatita. Así se juntaron unos cuantos miles dentro del recinto, para llorarlo a todo pasto. Y en la hora final tampoco hubo procesión callejera detrás del ataúd. Las floristas de la Pérgola no tuvieron que juntar pétalos y arrojarlos a su paso. En vez de eso, lo pasearon un ratito por el regimiento-escuela, montado en la cureña de un cañón. Luego lo subieron al helicóptero Puma, que ya sabía de esto de acarrear cadáveres. Pero esta vez no iba a arrojar un cuerpo al mar atado a rieles. El Generalísimo fue llevado a un cementerio de la costa donde, horas después, fue puesto entre las llamas de un crematorio de lujo. Fin del ritual.Las cenizas serán guardadas por su familia en alguna de sus numerosas propiedades. Siguiendo con las simetrías, el Finado este no tuvo derecho a tumba. Algo es algo.
Digo “alegría atroz”. Buscamos algún grado de simetría (ya que no justicia), entonces nos damos el gusto de brindar en la hora de su fin. No deja de ser un ritual extraño y macabro. La muerte lo libró de pagar en vida sus desmanes, así que nos queda el festejo pasajero y el brindis apresurado. Y bien apresurado: no puedes quedarte mucho rato celebrando en la calle. No pasará mucho rato sin que lleguen las fuerzas policiales a recordarte que este juego se sigue jugando con las reglas que el Gran Finado dictó hace años. Por eso esta alegría llega a ser atroz. Su muerte deja a la justicia con las manos vacías, y nuestra celebración tiene que ser, con todo, mesurada y a la rápida.
Lo que va quedando como herencia es el miedo, el pavor que este Santo Varón nos inoculó y que aún no se nos cura. Ejemplos:
Ya he escuchado un par de ejemplos en distintos lugares de trabajo donde la gente no se atreve a comentar la muerte del Primer Infante, ni a favor ni en contra, por temor a revelar la posición. No se trata de ponerse a insultar, alabar o defender, apenas opinar. Pero hay mucha gente que prefiere, aún, pasar piola, conservar la pega, ahorrarte una discusión, qué se yo.
Otro ejemplo: Conozco a una persona que logró estar en el velorio del Sátrapa y que tomó una foto bastante interesante. Pues bien, una vez obtenida la imagen, esta persona prefiere que ella no se difunda. Sospecha que la notoriedad de la mentada imagen (Pinochet en el cajón recibiendo un ambiguo homenaje), le puede jugar en contra, persecuciones, cesantías y cosas peores rondan en su mente. Yo, presa de los mismos temores, prefiero mantener la foto en reserva. En estos mismos momentos la miro y sigo mi meditación.
Claro que, siguiendo con la misma simetría, seguramente el miedo que el Supremo fue capaz de contagiarnos no es más que su propio miedo amplificado hasta la nausea. Desde hace mucho tiempo ya que el Divino no se podía desplazar fuera de sus fortalezas si no era convenientemente blindado y vigilado, con matones, Mercedes a prueba de balas y chalecos de kevlar bajo el terno. Yendo un poco más allá, seguramente ese miedo no es más que cobardía. Hasta un tipo tan oscuro como Toribio Merino, su cómplice marinero, era capaz de ir a tomarse un traguito con sus amigos en Cochoa, después de su retiro, sin toda la parafernalia que en ese mismo tiempo ocupaba Augusto para ir a la esquina. Pareciera que Toribio era un resto más valiente de su socio.
En fin. En cualquier caso, las fastuosidades de la muerte ya se apagan. Todo esto tiene un componente tan mediático que esperamos que mañana miércoles el partido de Colo Colo con Pachuca le de una última palada a este Muertito.
Me quedo con la imagen del sepelio. Fue, en estricto rigor, un funeral puertas adentro, más allá de que fue televisado y transmitido para todo el país, como un partido de fútbol importante o un festival de la canción. Qué mejor símbolo de lo que en vida fue: sus honras fúnebres se realizaron dentro de un cuartel militar que está ubicado en la comuna más rica de Chile. Como para que quede claro el origen y sentido que el Tipo le dio a su vida y a su obra. Desde los balcones de sus carísimos departamentos, unos cuantos seguidores observaron la ceremonia. Más allá, las siluetas de hoteles de lujos y edificios se recortaban en el horizonte. Antes de eso, a horas del fallecimiento, el Muertito tuvo que ser trasladado entre gallos y media noche hasta el lugar del velorio. Miedo, puro miedo. Se supone que habría algún fervor popular para despedir a este Amado Prócer, pero el miedo que guió su vida pudo más, y la fanaticada tuvo que asolearse en las afueras del cuartel para homenajear a su Tatita. Así se juntaron unos cuantos miles dentro del recinto, para llorarlo a todo pasto. Y en la hora final tampoco hubo procesión callejera detrás del ataúd. Las floristas de la Pérgola no tuvieron que juntar pétalos y arrojarlos a su paso. En vez de eso, lo pasearon un ratito por el regimiento-escuela, montado en la cureña de un cañón. Luego lo subieron al helicóptero Puma, que ya sabía de esto de acarrear cadáveres. Pero esta vez no iba a arrojar un cuerpo al mar atado a rieles. El Generalísimo fue llevado a un cementerio de la costa donde, horas después, fue puesto entre las llamas de un crematorio de lujo. Fin del ritual.Las cenizas serán guardadas por su familia en alguna de sus numerosas propiedades. Siguiendo con las simetrías, el Finado este no tuvo derecho a tumba. Algo es algo.
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