viernes, julio 29, 2005

Patrones de izquierda, The Clinic y mi paranoia

Hace unos años tuve el sueño de hacer una revista propia. El proyecto, como tantos otros, no funcionó por falta de monedas. Por allí quedaron unas cuantas maquetas dispersas en discos duros y disquetes, juntando polvo informático.
La revista se debiera haber llamado “Paranoia”, y creo que no hubiese sido tan mala, aunque tampoco tan buena. En fin. Mañas de uno.
En esos mismos tiempos comenzaba a tomar vuelo el periódico The Clinic, que entre desparpajos e irreverencias varias se anunciaba, igual que hoy, como “la voz del pueblo”. Y justamente comenzaba a publicar una serie de reportajes que trataban el tema del empleo en Chile.
Ese punto me llamó la atención, ya que me ha tocado tener varios patrones de izquierda. La experiencia con todos ellos ha sido más mala que buena.
Le escribí un mail al señor Patricio Fernández Chadwick contándole mi vivencia, en cuanto a que el jefe izquierdozo suele no ser muy bueno para pagar cotizaciones previsionales, suele pasar por alto formalidades burguesas como el contrato a sus trabajadores, suele no pagar los mejores sueldos, en fin, un largo etcétera de malas costumbres. A cambio de eso, al patrón izquierdozo lo puedes tutear, te puedes vestir como quieras, hay algún relajo con los horarios, cosas así. Claro que eso al final te pierde: en algún momento le crees el cuento, pero a la hora de los quibo, el patrón izquierdista se porta igual o peor que el de derecha. De hecho, con el derechista no hay nada que esperar, entonces uno no se topa con las propias expectativas.
En fin, todo eso le conté a Patricio Fernández, pensando sobre todo en que su diario se promociona como preocupado de estos temas. Mi apelación a él iba en el sentido de esperar que The Clinic como empresa fuese la excepción a esta regla, y que allí si las relaciones con los trabajadores se llevasen por un buen camino, es decir, por el lado de lo mínimo: cumplir la ley.
Yo lo hice ingenuamente, sin creer ni pensar nada a favor o en contra, sólo una simple y modesta preocupación en abstracto. Un poco para ver si “la voz del pueblo” se portaba a la altura de su slogan. Supongo que incluso como lector y comprador de su medio tenía algún derecho a saber “cómo andamos por casa”. Y bien: parece que la cosa no era tan simplecita.
La respuesta de Fernández fue instantánea y dura. Prefiero ponerla tal cual llegó, a ver si me ahorro explicaciones:
“Creo que sus quejas y reflexiones están pintadas para un voletín de nombre «Paranoia». Están, por lo demás, repletas de prejuicios y rezongos propios de la raza menos interesante de Chile. Como sea, agradecemos que se de la molestia de escribirnos tan largo resongo, especialmente al darnos cuenta de que no le resulta fácil, pues su falta de habilidad e ingenio saltan a la vista.
atteThe Clinic”
(Las faltas de ortografía las dejé tal cual venían, de puro vaca que soy)
Resulta interesante la alusión a la raza, viniendo de alguien progresista.
No entendí nada. Supongo que toqué su punto sensible sin querer, no entiendo bien. Comentando con un amigo periodista, me dijo que a lo mejor Fernández sintió que yo le adjudicaba a él algún tipo de conducta extraña, incluso el mismo amigo me preguntó si yo tenía antecedentes o información de algo. Reconocí que no, era una pura intuición, o una proyección, no sé, la mala vibra que me brota sola.
Un tiempo después, reventó el pequeño cahuín de Enrique Symms y sus dramas con The Clinic, en que el argentino alegó por platas, bajos sueldos y todo eso. Me imagino que hay que poner, como en las malas películas: “cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.”
Me había olvidado del asunto, hasta hace un par de noches, en que apareció Patricio Fernández en la tele, comparándose modestamente con Vicente Huidobro, en cuanto a la rebeldía, la noble cuna o algo así. Soy gil, no entendí nada.
Raya para la suma y silencio.
Un abrazo a todos.

lunes, julio 25, 2005

Jean Charles y el miedo asesino

La policía y los ejércitos en todo el mundo buscan al enemigo, al delincuente, al antisocial. Así se ganan la vida. Es lo mismo en el mundo entero. Son parte de esa gran industria planetaria que genera, administra, distribuye, compra y vende miedo. Vengo y te asusto, luego te vendo armas, guardias, blindajes, remedios que te alivien ese susto que corre por tus venas.

Pero ojo, la policía también tiene miedo. El miedo es su arma más peligrosa. Consideren esto: una ciudad aterrada por un par de atentados espantosos: Londres luce una bruma de pólvora y detonación. Los ciudadanos exigen, con la justa razón de su sangre derramada, que se les de seguridad. La policía se desbanda por las calles con las sofisticadas maquinarias de su miedo encendidas. Cámaras, satélites, miras láser.

Pasan un par de semanas. Los culpables no aparecen, sólo hay unas fotos borrosas, alguna intuición, datos dispersos.

Luego, un mal viernes, alguien con cara de sospechoso sale de su casa. Los agentes lo siguen sin mucho sigilo. Nacido en Latinoamérica, donde ser perseguido es más bien común, el hombre podría habérselo tomado con más calma. Pero no. varios años en la metrópoli fueron suficientes para convencerlo de que nadie es culpable hasta que se pruebe lo contrario, o algo así. Después de un par de horas de seguimiento, justo en una estación de metro, el miedo de los perseguidores se desata y le ordenan al hombre que se detenga. Pero él también carga su propio miedo, el que le ordena huir sin dar explicación.

En este punto aparecen varias versiones. Una, la de la policía, dice que el tipo corrió sin hacer caso de la orden de detenerse. En Londres eso se paga con la vida. Por otra parte, hay testigos que afirman que los agentes lo balearon cuando lo tenían controlado y en el suelo. El resultado es el mismo: cinco tiros después, Jean Charles Menendez está muerto. ¿Es un lamentable error o es lo que tenía que suceder?

Si fuese sólo una equivocación, seguramente se haría todo para que no volviese a suceder. Las autoridades afirman que la política a seguir será la misma: en la duda, balazo en la cabeza. Hace unas semanas, el terrorismo asesinó a cincuenta inocentes. Ahora, la policía aumenta la cuenta en uno más. Unos van por el bien, otros por el mal. Escoja, mi reina Isabel, es coja.

Jean Charles llevaba tres años en Inglaterra, buscando una vida mejor. Ese país se metió en una guerra, y esa guerra estiró sus tentáculos de vuelta, como fiera descontrolada, y ahora lanza sus zarpazos en la capital de un imperio disperso.

A esta misma hora, la policía en alguna favela le dispara a un niño asustado, con razón o sin ella. Lo mismo pasa en Buenos Aires, en Yemén y en Haití. El ejército de alguna patria arrasa con su impecable artillería alguna aldea, un pueblo de nombre impronunciable, y de innegable valor táctico. Ninguno de esos es noticia. Jean Charles tuvo la dudosa suerte de ser muerto en un lugar principal, con derecho a su minuto en las noticias de las nueve.

Repito, el resultado es el mismo: tiros en la cabeza. Esta guerra de ahora, guerra contra el terrorismo, es la misma guerra de siempre. Mueren inocentes. Sientan miedo. Vendan miedo. Compren miedo. ¿Se han dado cuenta que en muchas partes cada vez más el ejército parece policía y la policía parece ejército?

A uno que vivió en dictadura, todo este cuento le suena tan conocido. Demasiado. Quizás por eso el corazón se me estremece con cada dato, cada referencia que de a poco se va teniendo de este caso. Agentes que se hacen los valientes disparándole a sus propios fantasmas, que al final resultan ser niños que iban a comprar el pan, algún cura rezando en el desamparo de su casa de madera en la periferia, algún noctámbulo asustado por el despliegue de un operativo policial. La historia repetida. Todos estos, nuestros muertos.

¿Qué haremos con este miedo? ¿Qué haremos? Nos iremos a dormir. Más de alguno rezará antes de hacerlo. Otros simplemente apagaremos la tele. Miedo.

Noticia de último minuto: no fueron cinco tiros: fueron ocho, siete de ellos en la cabeza, uno en la espalda. Y se supone que Jean Charles habría corrido asustado ya que su permiso de residencia estaría caducado. Excelente razón para morir.

martes, julio 12, 2005

La Piedra de la Locura, Deicide y la luna

Y aquí vamos otra vez, buena parte de los medios a la carga contra el rockanrrol. Era demasiado claro: se viene el recital de Deicide, y el facilismo farandulero de cierta prensa, (la más notoria, la inmensa mayoría), se hace cargo del tema siguiendo rigurosamente la expresión que dice “cuando el dedo señala la luna, el idiota mira el dedo”.

Claro: hay que hacerlo. Vámonos por el camino más trillado. O sea, si estos tipos le cantan al demonio, tienen tatuadas a fuego unas cuantas cruces invertidas, cultivan lo oscuro y una insoportable estridencia Que No Es Del Gusto De La Mayoría (ni del señor editor de turno, ni de algunos pastores por ahí), deben ser Representantes Del Mal. Simple. Lo demás es lo de siempre: meterse a Google, copia y pega y publicar. El idiota mira el dedo.

Por ejemplo, los platos rotos de los desmanes en el recital de Marco Antonio Solis, los pagó la producción del recital de Anthrax. ¿Alguien se puso a hacer sesudos análisis de las letras del cantante mexicano para explicar porqué estas simpáticas dueñas de casa se transformaron en una horda incontrolable? Claro, sería una estupidez hacerlo, tan estúpido como buscar una relación cierta entre las letras de las canciones de Deicide y el horrible crimen de Rodrigo Orias en la Catedral de Santiago. No puede ser. Tiene que haber otra explicación, más cierta, más certera, menos obvia que suponer que una cosa lleva a la otra. Ese es trabajo de siquiatras, médicos y otros científicos. Y, que yo sepa, hasta acá nadie de ellos ha dicho que Orias hizo lo que hizo a causa del último CD de Dark Funeral, otro grupo favorito del asesino.

Claro, porque si la cosa fuese así de fácil, habríamos descubierto la piedra de la locura, y la solución a los males de la sociedad estaría al alcance de la mano. Lo que un señor canta en un disco o en un escenario, viene otro señor y lo hace automáticamente. No hay voluntad. No hay filtro posible. No hay patologías ni enfermedades ni causas sociales de la delincuencia, no hay nada de nada. Belcebú mueve los hilos Es cosa entonces de preparar un Index de obras prohibidas, perseguir a sus creadores, cada cierto tiempo quemar a unos cuantos en la hoguera, lo demás es cuento conocido, ¿o no?.

Es interesante, en todo caso, destacar que justamente buena parte de la imaginería desplegada por grupos de “rock satánico” se nutre de los horrores perpetrados por la Inquisición y los Calvinistas contra la disidencia religiosa pagana. Quema de brujas, potros de tortura, oscuros interrogadores encapuchados, toda una estética oscura a favor da la verdad más luminosa.

En la tele, un experto en sectas habla de la presencia del mal, como gran argumento para prohibir la actuación de grupos como Deicide. No sé si reír o llorar. Claro que hay un mal verdadero presente en esta sociedad, pero no son precisamente los grupos de rock satánico sus principales promotores. ¿O no han salido a dar un a vuelta por el centro a ver la cantidad de niños y niñas que se venden por un completo y una bebida? ¿O no han visto el veneno que respiramos? ¿De quién es la demoníaca idea de trasladar un glaciar milenario para extraer oro de un valle? ¿O instalar una industria contaminante en un santuario de la naturaleza? ¿O talar miles de árboles en una ciudad hiper contaminada para construir más carreteras? ¿O comprar aviones de guerra y naves de combate mientras las viviendas sociales se deshacen con la lluvia?

Deicide le cantan a Satanás, ellos si que deben ser re malos. Los demás, todos respetables. De hecho, gracias a que existen tipos que hacen el chiste de ser satánicos, los demás podemos seguir cómodos en nuestra respetabilidad de la medianía de la tabla. Violencia intra-familiar, abusos de menores, pensiones de alimentos impagas, jubilados vendiendo parchecuritas en las micros, arreglines millonarios por doquier, hospitales públicos abarrotados, todo bien. Disparen contra el estridente guitarrista.

¿Qué música escuchará Alvaro Corvalán, el Guatón Romo, Spiniak o el sicópata de Alto Hospicio? ¿Los dueños del proyecto Pascua Lama se habrán inspirado en algún cantante oscuro de por ahí? Es importante saberlo, es súper trascendente. Así podremos ir poco a poco desprendiéndonos de los males que nos aquejan, siguiendo la vieja receta talibán, o la del Santo Oficio, más cercana a nuestra idiosincrasia.

Pierden el tiempo, todos pierden el tiempo penosamente, como lo pierdo yo escribiendo esta diatriba. Se trata de tolerancia y aceptación, y en el camino pierdo mi propia tolerancia y me vuelvo contra todos estos ciegos voluntarios que suponen que todos somos tan giles como ellos. Mejor apago el computador, la tele. Pongo alguna buena música, que no envenene el alma, y me siento a meditar.

Por los parlantes suena el Moto Perpetuo de Paganini, pero, esperen un poco, ¿no lo acusaban de satánico a él en su momento? Fuera entonces. Mejor escucho la obertura de la ópera “Tristan e Isolda”. Bien, pero, ¿no fue Wagner una inspiración para los nazis? Estamos rodeados.

Mejor me voy a la pega. Subo a la micro. El micrero, para variar, maneja como un consumado criminal, usando su máquina como un arma contra los otros móviles de la ciudad. Por los parlantes retumba la languidez de Los Nocheros, que le quieren comer el corazón a alguien. Feliz viaje.

El idiota sigue mirando el dedo. Y la luna, allá arriba, en una de esas es la piedra de nuestra locura.

miércoles, julio 06, 2005

EL HOMBRE Y SU AUTO *

Vivo en una avenida demasiado transitada. Aparte de las ventajas e inconvenientes de esta ubicación, en general es una buena oportunidad para observar las reacciones y comportamientos de la gente y de mi mismo en la vida cotidiana fuera de casa, en la plena calle, donde operan otros filtros sociales, quizás donde la persona se muestra con más transparencia.

En esta grande avenida, las veredas son anchas, por lo que se prestan para que los autos se estacionen en ellas, más allá de que esté autorizado o no. Más encima, frente a la casa hay un edificio de oficinas y un banco. Esto atrae a una gran cantidad de gente que llega a hacer sus trámites, cargados de apuro y preocupación. El problema para mi es el siguiente: pese que en el portón de entrada puse un gran letrero que anuncia la entrada y salida de vehículos, es frecuente que la pasada se encuentre obstruida por algún coche estacionado, sin considerar el dicho anuncio. Por el tamaño del cartel, yo supuse que este iba a ser a prueba de cegatones y piticiegos varios, pero por lo visto no es suficiente. Cada mañana no falta la inevitable camioneta, el furgón d reparto o el auto del año cómodamente estacionado y tapando la salida de mi propio y modesto coche.

Como dije, la calle es un espacio donde uno se muestra tal cual es en lo profundo, liberado de trabas que un ambiente más íntimo y normado impone. En mi caso, lo primero que me aflora cada vez que veo alguien instalado frente a mi portón es una ira ciega que lucho por controlar. Después de todo, no es grato agarrarse a garabatos todos los días con mis conciudadanos por un asunto de estacionamiento. Lo cual no quita que, cada cierto tiempo, bajo la guardia y me lanzo a discutir a voz en cuello con alguno de los conductores que me obstruyen la entrada o la salida. Por lo menos una vez a la semana me toca este ritual de la pelea. Pero podrían ser más, muchas más veces. Sólo depende de mi que esto sea o no sea.

Por otra parte, es una ocasión inmejorable de observar las costumbres callejeras de mis compatriotas motorizados. Aún no me dejo de asombrar del desparpajo y la desconsideración que se apodera de la gente cuando está al volante de su auto y anda en algún trámite supuestamente urgente.

Hay algunas constantes que he podido constatar en esta lucha sin fin. Por ejemplo, suelen ser los conductores de vehículos caros los que menos miran para el lado. No son pocas las veces en que, desde un vehículo despampanante, se baja el ser más picante que se pueda imaginar. Y tomen la palabra “picante” en el peor sentido, con la mayor carga de resentimiento clasista y racista. Piensen un rato en mi rabia, (con la rabia me afloran todos los prejuicios chilenitos) y luego repitan la palabra ”picante”. O sea, no creo que de un auto ostentoso tenga que bajarse necesariamente un lord inglés o un artista de Hollywood, pero, ¿por qué tantas veces tiene que confirmarse mi mala leche y el dueño tiene que ser un tipo cargado a las gargantillas de oro, las zapatillas más caras, la actitud canchera, esa agresividad como aprendida en el tablón de algún estadio? No sé, serán las capas aspiracionales, las que soñaron con tener este auto, las que vendieron su alma y la de su familia por el bendecido carro, no lo entiendo, y me da lata y pena que así sea. Sólo constato lo que veo, y mi ofuscación me nubla el juicio.

Como dije, enfrentado a la situación, suelo enfurecerme más de la cuenta. Por consideración a mi mujer y a mi hija, que sufren estos incidentes, he tratado de bajar las revoluciones de mi enojo y las más de las veces, dejo pasar el suceso con paciencia y sin armar escándalo. Eso es casi casi siempre, y cada vez menos. Pero han habido un par de peleas “históricas” con esta gente. Podría contar unas cuantas, pero la que mejor recuerdo, a estas alturas con risa, es una de hace como un año. Yo venía llegando y no pude entrar mi vehículo (un Lada del 97, detalle importante en esta gesta), por culpa de uno de estos seres. Tuve que estacionarme a junto a él en plena calle, a la espera de que al lindo se le frunciera venir a retirar su coche. Estó sucedió como a la media hora. Yo tenía que entrar el auto e irme a la pega, por que no soy tan gil como para ir a trabajar en auto, teniendo una micro directa y una hora de trayecto, donde aprovecho de leer y escribir los bocetos de estos textos.

Pues bien. Había que esperar al santo señor a que volviese de su trasdendente trámite bancario. Cuando se dignó a aparecer, yo estaba esperándolo ya con mucha rabia acumulada. A estas alturas, me acompañaba mi padre en el trance. Mientras yo abría el portón para entrar mi vehículo, él se entretenía increpando al sujeto, que se defendía con torpes balbuceos. Luego me uní al reto. No usamos groserías, pero eramos bastante pesados. En un momento, mi papá va y le dice: “se nota que usted no tiene educación”. El sujeto se ríe desde atrás de sus lentes rayban o algo así, enfundado en su linda chaqueta de cuero. Nos mira con sorna y contesta, ahora con voz más segura: “¿cómo que no tengo educación? Miren el auto que tengo, en cambio ustedes…” dijo, apuntando con desdén a mi movil ruso.

Mientras se trepaba a la poderosa bestia mecánica, orgulloso de su declaración de principios, nosotros bajamos los filtros y le soltamos unas cuantas chuchadas, muertos de la risa. Las palabras “pelotudo” y “gil” fueron pronucniadas un par de veces, mientras el tipo se perdía por la avenida, rumbo al centro de Santiago.

Por pura desviación republicana, como creyendo que eso sirve de algo, mi padre siempre en estos casos anota la patente del vehículo. Incluso ese día (después lo supe), se dio el trabajo de fotografiar el auto mal estacionado. Yo, en cambio, más descreído, soy partidario de la acción directa. Hoy, pasado un largo tiempo desde el evento, me encontré con la dicha fotografía. De hecho, por eso me recordé de todo este lindo asunto. A manera de pequeña funa, les entrego los datos del movil: un Peugeot 307, gris plateado, patente VE 67 77. Si lo ven por ahí, ya saben, lo maneja un señor con educación, por lo menos la suficiente como para tener semejante auto. No sé si esa máquina es mucha o poca cosa, él sabrá.

En cambio, si me ven a mi en mi Lada blanco, sientan pena de mi triste situación. No se me burlen, guarden un respetuoso silencio.

Aunque es más probable que me vean en la micro, leyendo o anotando cosas en mis desvencijadas libretas. No duden en interrumpir y saludarme. No soy tan hosco como parezco. Un abrazo a todos y miren a ambos lados antes de cruzar la calle. Estos educados manejan muy rápido y sin mirar a los costados.


--------------------------------------------
* El título de este torpe texto es una copia vil del libro “El hombre y su arma”, del general vietnamita Vo Nguyen Giap, vencedor de la guerra de Vietnam. No tiene ninguna relación con el contenido de mi escrito, pero valga la aclaración.