Jean Charles y el miedo asesino
La policía y los ejércitos en todo el mundo buscan al enemigo, al delincuente, al antisocial. Así se ganan la vida. Es lo mismo en el mundo entero. Son parte de esa gran industria planetaria que genera, administra, distribuye, compra y vende miedo. Vengo y te asusto, luego te vendo armas, guardias, blindajes, remedios que te alivien ese susto que corre por tus venas.
Pero ojo, la policía también tiene miedo. El miedo es su arma más peligrosa. Consideren esto: una ciudad aterrada por un par de atentados espantosos: Londres luce una bruma de pólvora y detonación. Los ciudadanos exigen, con la justa razón de su sangre derramada, que se les de seguridad. La policía se desbanda por las calles con las sofisticadas maquinarias de su miedo encendidas. Cámaras, satélites, miras láser.
Pasan un par de semanas. Los culpables no aparecen, sólo hay unas fotos borrosas, alguna intuición, datos dispersos.
Luego, un mal viernes, alguien con cara de sospechoso sale de su casa. Los agentes lo siguen sin mucho sigilo. Nacido en Latinoamérica, donde ser perseguido es más bien común, el hombre podría habérselo tomado con más calma. Pero no. varios años en la metrópoli fueron suficientes para convencerlo de que nadie es culpable hasta que se pruebe lo contrario, o algo así. Después de un par de horas de seguimiento, justo en una estación de metro, el miedo de los perseguidores se desata y le ordenan al hombre que se detenga. Pero él también carga su propio miedo, el que le ordena huir sin dar explicación.
En este punto aparecen varias versiones. Una, la de la policía, dice que el tipo corrió sin hacer caso de la orden de detenerse. En Londres eso se paga con la vida. Por otra parte, hay testigos que afirman que los agentes lo balearon cuando lo tenían controlado y en el suelo. El resultado es el mismo: cinco tiros después, Jean Charles Menendez está muerto. ¿Es un lamentable error o es lo que tenía que suceder?
Si fuese sólo una equivocación, seguramente se haría todo para que no volviese a suceder. Las autoridades afirman que la política a seguir será la misma: en la duda, balazo en la cabeza. Hace unas semanas, el terrorismo asesinó a cincuenta inocentes. Ahora, la policía aumenta la cuenta en uno más. Unos van por el bien, otros por el mal. Escoja, mi reina Isabel, es coja.
Jean Charles llevaba tres años en Inglaterra, buscando una vida mejor. Ese país se metió en una guerra, y esa guerra estiró sus tentáculos de vuelta, como fiera descontrolada, y ahora lanza sus zarpazos en la capital de un imperio disperso.
A esta misma hora, la policía en alguna favela le dispara a un niño asustado, con razón o sin ella. Lo mismo pasa en Buenos Aires, en Yemén y en Haití. El ejército de alguna patria arrasa con su impecable artillería alguna aldea, un pueblo de nombre impronunciable, y de innegable valor táctico. Ninguno de esos es noticia. Jean Charles tuvo la dudosa suerte de ser muerto en un lugar principal, con derecho a su minuto en las noticias de las nueve.
Repito, el resultado es el mismo: tiros en la cabeza. Esta guerra de ahora, guerra contra el terrorismo, es la misma guerra de siempre. Mueren inocentes. Sientan miedo. Vendan miedo. Compren miedo. ¿Se han dado cuenta que en muchas partes cada vez más el ejército parece policía y la policía parece ejército?
A uno que vivió en dictadura, todo este cuento le suena tan conocido. Demasiado. Quizás por eso el corazón se me estremece con cada dato, cada referencia que de a poco se va teniendo de este caso. Agentes que se hacen los valientes disparándole a sus propios fantasmas, que al final resultan ser niños que iban a comprar el pan, algún cura rezando en el desamparo de su casa de madera en la periferia, algún noctámbulo asustado por el despliegue de un operativo policial. La historia repetida. Todos estos, nuestros muertos.
¿Qué haremos con este miedo? ¿Qué haremos? Nos iremos a dormir. Más de alguno rezará antes de hacerlo. Otros simplemente apagaremos la tele. Miedo.
Noticia de último minuto: no fueron cinco tiros: fueron ocho, siete de ellos en la cabeza, uno en la espalda. Y se supone que Jean Charles habría corrido asustado ya que su permiso de residencia estaría caducado. Excelente razón para morir.
Pero ojo, la policía también tiene miedo. El miedo es su arma más peligrosa. Consideren esto: una ciudad aterrada por un par de atentados espantosos: Londres luce una bruma de pólvora y detonación. Los ciudadanos exigen, con la justa razón de su sangre derramada, que se les de seguridad. La policía se desbanda por las calles con las sofisticadas maquinarias de su miedo encendidas. Cámaras, satélites, miras láser.
Pasan un par de semanas. Los culpables no aparecen, sólo hay unas fotos borrosas, alguna intuición, datos dispersos.
Luego, un mal viernes, alguien con cara de sospechoso sale de su casa. Los agentes lo siguen sin mucho sigilo. Nacido en Latinoamérica, donde ser perseguido es más bien común, el hombre podría habérselo tomado con más calma. Pero no. varios años en la metrópoli fueron suficientes para convencerlo de que nadie es culpable hasta que se pruebe lo contrario, o algo así. Después de un par de horas de seguimiento, justo en una estación de metro, el miedo de los perseguidores se desata y le ordenan al hombre que se detenga. Pero él también carga su propio miedo, el que le ordena huir sin dar explicación.
En este punto aparecen varias versiones. Una, la de la policía, dice que el tipo corrió sin hacer caso de la orden de detenerse. En Londres eso se paga con la vida. Por otra parte, hay testigos que afirman que los agentes lo balearon cuando lo tenían controlado y en el suelo. El resultado es el mismo: cinco tiros después, Jean Charles Menendez está muerto. ¿Es un lamentable error o es lo que tenía que suceder?
Si fuese sólo una equivocación, seguramente se haría todo para que no volviese a suceder. Las autoridades afirman que la política a seguir será la misma: en la duda, balazo en la cabeza. Hace unas semanas, el terrorismo asesinó a cincuenta inocentes. Ahora, la policía aumenta la cuenta en uno más. Unos van por el bien, otros por el mal. Escoja, mi reina Isabel, es coja.
Jean Charles llevaba tres años en Inglaterra, buscando una vida mejor. Ese país se metió en una guerra, y esa guerra estiró sus tentáculos de vuelta, como fiera descontrolada, y ahora lanza sus zarpazos en la capital de un imperio disperso.
A esta misma hora, la policía en alguna favela le dispara a un niño asustado, con razón o sin ella. Lo mismo pasa en Buenos Aires, en Yemén y en Haití. El ejército de alguna patria arrasa con su impecable artillería alguna aldea, un pueblo de nombre impronunciable, y de innegable valor táctico. Ninguno de esos es noticia. Jean Charles tuvo la dudosa suerte de ser muerto en un lugar principal, con derecho a su minuto en las noticias de las nueve.
Repito, el resultado es el mismo: tiros en la cabeza. Esta guerra de ahora, guerra contra el terrorismo, es la misma guerra de siempre. Mueren inocentes. Sientan miedo. Vendan miedo. Compren miedo. ¿Se han dado cuenta que en muchas partes cada vez más el ejército parece policía y la policía parece ejército?
A uno que vivió en dictadura, todo este cuento le suena tan conocido. Demasiado. Quizás por eso el corazón se me estremece con cada dato, cada referencia que de a poco se va teniendo de este caso. Agentes que se hacen los valientes disparándole a sus propios fantasmas, que al final resultan ser niños que iban a comprar el pan, algún cura rezando en el desamparo de su casa de madera en la periferia, algún noctámbulo asustado por el despliegue de un operativo policial. La historia repetida. Todos estos, nuestros muertos.
¿Qué haremos con este miedo? ¿Qué haremos? Nos iremos a dormir. Más de alguno rezará antes de hacerlo. Otros simplemente apagaremos la tele. Miedo.
Noticia de último minuto: no fueron cinco tiros: fueron ocho, siete de ellos en la cabeza, uno en la espalda. Y se supone que Jean Charles habría corrido asustado ya que su permiso de residencia estaría caducado. Excelente razón para morir.
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