viernes, junio 24, 2005

“Señor”, le dije

“Señor”, le dije, ”usted tiene que irse a descansar”.

Es la noche cualquiera, otra madrugada infame, apenas las dos de una mañana en la que otra vez estuvimos a punto de morir o algo peor.

Cruzamos la ciudad haciéndole el quite a las infinitas llagas con que el progreso la hiere, para esplendor y gloria del que cortará la cinta en su inauguración. El futuro está allí, brilloso, iluminado con sus luces de neón privatizado y su asfalto recien seco. Carreteras, puentes, trencitos urbanos, colectores milagrosos que tragarán lluvias que ni piensan llegar. El futuro está allí, pero el presente es un enorme hoyo que nos cerca como en guerra, con máquinas de ojos luminosos que destrozan el cansado pavimento de nuestras infancias. El presente es de estos viejos que con sus cascos amarillos palean silenciosos en la oscuridad, o perforan hacia abajo rogando que esta vez el plano este mejor hecho, para así no echarse otra matriz de agua potable. El presente es de estos insomnes bandereros que levantan un cartel redondo y verde donde dice “siga”, mientras el tránsito se desordena solo y se encabrita, buscando algún camino que se abra.

El futuro es la gloria de una supercarretera que sabrá llevar a su destino a todos los obreros, a todas las vendedoras de tienda y supermercado, a todos los ascensoristas bien terneados y mal pagados, a los contadores, a estas colegialas aburridas de estudiar. El futuro es el peaje que marcará la ida y el regreso de la casa a la pega, o vice versa, que al final resultan ser lo mismo: recintos, recintos, sólo eso.

El presente está allí, frente a mis ojos. Como dije, son las dos de una madrugada devastadora. El chofer del radiotaxi que me lleva de vuelta a casa se ha quedado dormido mientras conducía. Por alguna razón que me supera, yo desperté en el momento justo para alcanzar a advertirle. Él fue y frenó de golpe, frente a una barrera de metal pintada de color naranja reflectante.

Suelto un gran suspiro de alivio. “Por ahora no me toca”, me dije. Seguramente lo mismo pensó el obrero que, tras la barrera, nos miraba, con su gesto de espanto congelado aún: las manos adelante, como tratando de detener él por su cuenta el movil que se le venía encima.

Mientras el chofer del taxi trata de volver a su marcha normal, le digo eso de que debe descansar. Él me responde con un par de palabras masculladas que apenas alcanzo a entender, y que no me interesan demasiado. Sólo quiero llegar luego a casa, a ver si me salvo un par de días más.

Mientras le hablo cosas sin sentido, por la pura necesidad de mantener despierto al tipo, sigo examinando la devastación de las calles. Ahora ya no estoy tan seguro de si el futuro está allí o acá, o si el presente es apenas una estúpida linea de conos reflectantes que separan el si del no, el frío del calor, el llegué del nunca fuiste.

El conductor, nervioso, se pasa la mano por la cara varias veces, y mantiene baja la velocidad del movil. A ambos lados de la zigzagueante ruta, la vida sigue su curso implacable. Algunos pubs y botillerías iluminan la noche sedienta. Un carrito de completos es el exito total de este trasnoche, rodeado de vehículos con sus puertas abiertas y las radios funcionando a todo dar. La gente se ve tan contenta mientras come que casi le pido que nos detengamos a comer algo de su felicidad con palta, mayonesa y ketchup.

Cuando los temas de conversación se me agotan, llegamos a destino. Firmo rápidamente el vale, le deseo la mejor de las suertes y abro la reja. En esta calle todo está tranquilo. El futuro aún no nos taladra el piso ni nos revienta la matriz. El presente es, entonces, lo de más allá: la cama tibia, tu piel dormida.