Entonces otra vez es sábado
Entonces otra vez es sábado y son las seis y media de la mañana. Le gané al sueño y fui capaz de despertar temprano para que el radiotaxi me trajese hasta acá, a tiempo de entrar a la pega.
Este día está de más, pienso. Mi trabajo consiste en controlar a los escolares que usan el metro, pedirles el carnet junto a los torniquetes, pasearme por la mesanina, conversar con los guardias, mirar los autos que se pierden por la carretera rumbo al sur. Y digo que este día está de más por que los sábados casi no pasan escolares por aquí. Y aun en la semana tampoco son muchos los que viajan en el tren subterráneo. En fin.
Cuando el guardia nocturno me abre las rejas de la estación, nos saludamos brevemente. Yo entro rapidito a la sala de colación para tomar el té de rigor. Hace fío y aún no se decide a salir el sol.
El guardia me sigue y me acompaña en mi desayuno.
Anoche se sintió un ruido p´al lao de la carretera - me comenta -. Como que algo se le cayó de un camión, parece. Yo traté de ver pero no se nota bien –agregó.
De primera no lo pesqué mucho. Es que después de una noche solitaria en la estación, estos gallos tienen puras ganas de hablar. Es que de repente cuentan unas historias aburridas y agrandadas de cosas que se ven o se pretenden ver en las tinieblas de andenes y túneles, y ya no me impresionan tanto. No me vengan con más apariciones ni con minas que se ofrecen a calentar el trasnoche. Por lo menos hoy no.
O nunca tanto en realidad, ya que apenas el guardia de la noche se retiró, y el sol alumbró también, me asomé a mirar por la baranda hacia la pista norte de la carretera. Ya estabamos presentes todos los del turno: el chico Ríos, jefe de estación. Julito Candia, boletero eterno. El señor Bahamondes, guardia serio y formal, que recién tomaba su turno por primera vez en Rondizzoni, y el otro Julito, el cabro del aseo, un chico musculoso y entusiasta que venía del sur a gozar de esta vida santiaguina. De hecho, él me acompañó a mirar de que se trataba lo que había en la carretera.
Para mis ojos miopes se trataba de una larga mancha negra desprendida de unos sacos rosados destrozados junto a la mínima vereda a un costado de la pista. Como estaba justo después de una curva, los autos apenitas le alcanzaban a hacer el quite. El aseador tenía mejor vista y era más decidido. Primero colgó medio cuerpo sobre el pavimento para mirar mejor y después de un par de segundos de examen, dictaminó:
- Son choritos. Un par de sacos de choritos están desparramados allí abajo.
A estas alturas, Candia estaba junto a nosotros cachando todo el mote. Candia, el más despierto de toda la estación. En realidad el más despierto de la línea dos, diría yo. En realidad, demasiado despierto, para los gustos funcionarios del chico Ríos. Siempre andaba en movidas extrañas, no del todo malas, pero tampoco tan santas. Organizaba salidas, tomateras varias, vituperios. Armaba negocios insólitos de la nada, apostaba a las carreras con datos medio fijos, medio mulas. En fin. Un gran tipo. Un imprescindible.
Cuando Candia escuchó la palabra “choritos” se le iluminó el rostro. Lo pensó un par de segundos y luego, palmoteando mi hombro me dijo:
- Y que está esperando, don Pablo, para ir hacia allá con el joven Julio a traer algunos choritos.
Yo quise pensarlo un poco más, pero en que lo hacía, Candia ya estaba moviendo las piezas para que su propuesta funcionara.
Primero, convenció al jefe Ríos para que fuésemos a cumplir la misión. Ríos no era difícil de engrupir, sólo que alargaba un poco el trámite para que no dijesen después que no mandaba en la estación. Como siempre, cedió al engatusamiento de Candia y fuimos autorizados.
Luego, Candia apareció con unas bolsas de basura para que recogiéramos los choritos. Mientras salíamos de la estación rumbo a la carretera a “mariscar”, Candia se sonreía desde su puesto en la boletería. Mi lugar junto a los torniquetes lo ocupó el guardia Bahamondes.
Así las cosas, fuimos con el joven Julio hacia la autopista. Pese al poco tránsito, no fue tan fácil la operación. Hubo que caminar un par de cuadras hasta poder llegar al acceso por donde bajar hacia el asfalto, esquivando los vehículos y rogando que a ningún otro camión se le cayese nada sobre nuestras cabezas, por ejemplo, otro par de sacos de choritos.
Una vez abajo, vimos que eran demasiados para las dos bolsas miserables de basura que llevábamos. Estos eran del tipo “maltón”, más grande que el chorito normal. Buena parte de la carga yacía molida sobre la primera pista, pero en la delgada vereda había suficiente para nuestra captura.
La hicimos lo más rápido que se pudo y llenamos las dos bolsas para salir luego corriendo de vuelta a la estación, dejando una buena cantidad para los otros “mariscadores” del barrio, que ya llegaban con palas y carretillas a recoger su parte.
Cuando llegamos de vuelta, nos metimos al tiro a la sala de colación para examinar el botín.
Candia dejó en la boletería al jefe Ríos y, relamiéndose ante el cargamento marino, nos contó brevemente el resto de su plan.
- Mire don Pablo. En este rato conseguí los fondos suficientes para que compremos algunas cositas que acompañen la ingesta de estos frutos del mar.
(A Candia le encantaba hablar a ratos con una ampulosidad medio fingida que en realidad le salía del alma. Yo lo disfrutaba, y él también).
- ¿Cómo de qué estamos hablando, Julito?, le pregunté.
- A ver. Debiéramos adquirir algunos limoncitos para aderezar el plato. Lo otro es algunas marraquetas, que no le vendrían mal. Y tercero, lo más importante, estos bichitos piden a gritos ser consumidos con algún vino no demasiado malo.
- Ya, dije, y que opina el jefe.
- Déjemelo a mi, ya lo tengo a medio andar en el asunto. Está llamando a las otras estaciones para que avisen si anda por allí algún supervisor. No se preocupe. Está todo bajo control.
Visto así, sonaba todo bien. Los sábados son días muertos, y con mayor razón en Rondizzoni, donde no pasa nada de nada. Qué se iba a perder con intentar salvar el día bien.
- Falta algo importante, don Pablito, agregó Candia. No tenemos en este recinto instrumentos de cocina, léase cuchillos, azafates, ensaladeras o cosas similares. Allí entra usted otra vez.
- ¿Mas o menos cómo entro yo? , le pregunté haciéndome el leso, ya que sabía a dónde apuntaba. Apuntaba a la casa de mi tía Nelly , que vive a un par de cuadras de aquí.
Mi tía Nelly. De hecho, ella fue una de las razones para elegir esta estación como punto de trabajo. Ella es la tía que a nadie debiera faltarle, ya que está siempre dispuesta a la ayuda al pariente en dificultades, como si ella no las tuviese. Siempre receptiva, siempre sonriente y generosa, ni se arrugó cuando llegué y le conté en resumen lo sucedido y la petición.
A los veinte minutos yo estaba de vuelta en la estación, cargado de palanganas, cuchillos de cocina, vasos, platos, y una cantidad absurda de limones que ella misma sacó de su árbol, lo que nos ahorró parte de la compra.
Cuando llegué, mandamos al joven Julio a comprar un par de cajas de vino blanco y harto pan. El jefe Ríos seguía en la boletería, dando miradas medio preocupadas hacia nosotros, en la sala de colación. Su risita nerviosa nos contagiaba de su tensa alegría.
Mientras el guardia cuidaba afuera, nosotros con Candia comenzamos a abrir los choritos y a llenar los recipientes con su jugosa carne.
En realidad, ninguno de nosotros tenía mucha idea de cómo prepararlos, pero daba lo mismo. Con lo que había bastaba. La tía Nelly había agregado entre las cosas que mandó unas cuantas cebollas y perejil. El conjunto prometía harto.
Luego volvió el chico del aseo y con él, los tres avanzamos más rápido en el desconchamiento de mariscos.
En realidad, dos bolsas de basura de choritos maltones eran mucho para cinco, así que no los abrimos todos, sino que dejamos una buena dosis para repartirnos y llevar.
Cuando estuvo todo listo, comenzamos a comer como pudimos: nos hacíamos una especie de sanguches de choritos en marraqueta bien crujiente, con harto limón y cebolla, regado con el vinito blanco y alguna gaseosa para los hipócritas.
Como no podíamos desaparecer todos del puesto de trabajo, nos íbamos turnando para entrar a comer nuestra parte.
El vino suave a esa hora del día no hace mal si se está tranquilo y en buena compañía. Mientras otros hacían su turno de ingestión en la sala, yo me paraba afuera a mirar los vehículos que iban de aquí para allá, como llevándose el invierno hacia el sur. Los pocos pasajeros que entraban a la estación no notaban nada extraño. La cosa funcionaba de lo más normal. Quizás alguno habrá notado que los funcionarios estábamos esa mañana algo más risueños, pero si no se acercaban lo suficiente como para sentir nuestro aliento medio marítimo, medio etílico, nada se notaba.
El más contento era Bahamondes, que decía a cada rato que nunca lo habían recibido de mejor forma al tomar el turno en una estación.
El joven Julio también se mataba de la risa, y no podía creer la cantidad de choritos que le tocaría llevarse para la casa, además de los que comió.
Cuando terminó el turno, ya muy pasado el mediodía, habíamos vuelto a la normalidad, salvo el olor a mariscos que inundaba la sala de colación. Cada uno se llevó su buen par de kilos de choritos. En todo caso, a mi tía le guardamos por lo menos el doble, por favor concedido.
De esto han pasado unos quince años. Ya no trabajo en el metro. A Candia me lo encuentro cada cierto tiempo en algunas estaciones. Él sigue allí, armándose su vida y sus movidas, dispuesto morirse de la risa y a apostarse lo que tenga en el bolsillo por el minuto subsiguiente.
A Bahamondes también me lo encontré hartas veces en la línea uno. Nunca dejó de recordar la mariscada en que nos conocimos.
El jefe Ríos creo que jubiló a los pocos años. Andará por allí con su risita nerviosa. Hasta el último día en que trabajó en Rondizzoni, no dejó de darle la pasada gratis a mi tía Nelly.
Al joven Julio no lo vi más. Ojalá siga igual de sano y fuerte.
Y yo estoy aquí, bien, bien. He trabajado en hartas otras cosas: pegas buenas, pegas malas, pegas más o menos.
Quizás lo que más recuerdo son los minutos después de la comilona. Estamos junto a Candia, apoyados en la baranda mirando el día pasar por la carretera, mientras él fuma su cigarro, y yo disfruto de mi saciedad. Repaso en mi mente el pequeño banquete que nos acabamos de dar y, sin mirar a mi compañero, le digo:
- ¿No será mucho, Julito?
Y él, tomando una larga y profunda bocanada de su pucho, sólo se sonríe y no dice nada.
Este día está de más, pienso. Mi trabajo consiste en controlar a los escolares que usan el metro, pedirles el carnet junto a los torniquetes, pasearme por la mesanina, conversar con los guardias, mirar los autos que se pierden por la carretera rumbo al sur. Y digo que este día está de más por que los sábados casi no pasan escolares por aquí. Y aun en la semana tampoco son muchos los que viajan en el tren subterráneo. En fin.
Cuando el guardia nocturno me abre las rejas de la estación, nos saludamos brevemente. Yo entro rapidito a la sala de colación para tomar el té de rigor. Hace fío y aún no se decide a salir el sol.
El guardia me sigue y me acompaña en mi desayuno.
Anoche se sintió un ruido p´al lao de la carretera - me comenta -. Como que algo se le cayó de un camión, parece. Yo traté de ver pero no se nota bien –agregó.
De primera no lo pesqué mucho. Es que después de una noche solitaria en la estación, estos gallos tienen puras ganas de hablar. Es que de repente cuentan unas historias aburridas y agrandadas de cosas que se ven o se pretenden ver en las tinieblas de andenes y túneles, y ya no me impresionan tanto. No me vengan con más apariciones ni con minas que se ofrecen a calentar el trasnoche. Por lo menos hoy no.
O nunca tanto en realidad, ya que apenas el guardia de la noche se retiró, y el sol alumbró también, me asomé a mirar por la baranda hacia la pista norte de la carretera. Ya estabamos presentes todos los del turno: el chico Ríos, jefe de estación. Julito Candia, boletero eterno. El señor Bahamondes, guardia serio y formal, que recién tomaba su turno por primera vez en Rondizzoni, y el otro Julito, el cabro del aseo, un chico musculoso y entusiasta que venía del sur a gozar de esta vida santiaguina. De hecho, él me acompañó a mirar de que se trataba lo que había en la carretera.
Para mis ojos miopes se trataba de una larga mancha negra desprendida de unos sacos rosados destrozados junto a la mínima vereda a un costado de la pista. Como estaba justo después de una curva, los autos apenitas le alcanzaban a hacer el quite. El aseador tenía mejor vista y era más decidido. Primero colgó medio cuerpo sobre el pavimento para mirar mejor y después de un par de segundos de examen, dictaminó:
- Son choritos. Un par de sacos de choritos están desparramados allí abajo.
A estas alturas, Candia estaba junto a nosotros cachando todo el mote. Candia, el más despierto de toda la estación. En realidad el más despierto de la línea dos, diría yo. En realidad, demasiado despierto, para los gustos funcionarios del chico Ríos. Siempre andaba en movidas extrañas, no del todo malas, pero tampoco tan santas. Organizaba salidas, tomateras varias, vituperios. Armaba negocios insólitos de la nada, apostaba a las carreras con datos medio fijos, medio mulas. En fin. Un gran tipo. Un imprescindible.
Cuando Candia escuchó la palabra “choritos” se le iluminó el rostro. Lo pensó un par de segundos y luego, palmoteando mi hombro me dijo:
- Y que está esperando, don Pablo, para ir hacia allá con el joven Julio a traer algunos choritos.
Yo quise pensarlo un poco más, pero en que lo hacía, Candia ya estaba moviendo las piezas para que su propuesta funcionara.
Primero, convenció al jefe Ríos para que fuésemos a cumplir la misión. Ríos no era difícil de engrupir, sólo que alargaba un poco el trámite para que no dijesen después que no mandaba en la estación. Como siempre, cedió al engatusamiento de Candia y fuimos autorizados.
Luego, Candia apareció con unas bolsas de basura para que recogiéramos los choritos. Mientras salíamos de la estación rumbo a la carretera a “mariscar”, Candia se sonreía desde su puesto en la boletería. Mi lugar junto a los torniquetes lo ocupó el guardia Bahamondes.
Así las cosas, fuimos con el joven Julio hacia la autopista. Pese al poco tránsito, no fue tan fácil la operación. Hubo que caminar un par de cuadras hasta poder llegar al acceso por donde bajar hacia el asfalto, esquivando los vehículos y rogando que a ningún otro camión se le cayese nada sobre nuestras cabezas, por ejemplo, otro par de sacos de choritos.
Una vez abajo, vimos que eran demasiados para las dos bolsas miserables de basura que llevábamos. Estos eran del tipo “maltón”, más grande que el chorito normal. Buena parte de la carga yacía molida sobre la primera pista, pero en la delgada vereda había suficiente para nuestra captura.
La hicimos lo más rápido que se pudo y llenamos las dos bolsas para salir luego corriendo de vuelta a la estación, dejando una buena cantidad para los otros “mariscadores” del barrio, que ya llegaban con palas y carretillas a recoger su parte.
Cuando llegamos de vuelta, nos metimos al tiro a la sala de colación para examinar el botín.
Candia dejó en la boletería al jefe Ríos y, relamiéndose ante el cargamento marino, nos contó brevemente el resto de su plan.
- Mire don Pablo. En este rato conseguí los fondos suficientes para que compremos algunas cositas que acompañen la ingesta de estos frutos del mar.
(A Candia le encantaba hablar a ratos con una ampulosidad medio fingida que en realidad le salía del alma. Yo lo disfrutaba, y él también).
- ¿Cómo de qué estamos hablando, Julito?, le pregunté.
- A ver. Debiéramos adquirir algunos limoncitos para aderezar el plato. Lo otro es algunas marraquetas, que no le vendrían mal. Y tercero, lo más importante, estos bichitos piden a gritos ser consumidos con algún vino no demasiado malo.
- Ya, dije, y que opina el jefe.
- Déjemelo a mi, ya lo tengo a medio andar en el asunto. Está llamando a las otras estaciones para que avisen si anda por allí algún supervisor. No se preocupe. Está todo bajo control.
Visto así, sonaba todo bien. Los sábados son días muertos, y con mayor razón en Rondizzoni, donde no pasa nada de nada. Qué se iba a perder con intentar salvar el día bien.
- Falta algo importante, don Pablito, agregó Candia. No tenemos en este recinto instrumentos de cocina, léase cuchillos, azafates, ensaladeras o cosas similares. Allí entra usted otra vez.
- ¿Mas o menos cómo entro yo? , le pregunté haciéndome el leso, ya que sabía a dónde apuntaba. Apuntaba a la casa de mi tía Nelly , que vive a un par de cuadras de aquí.
Mi tía Nelly. De hecho, ella fue una de las razones para elegir esta estación como punto de trabajo. Ella es la tía que a nadie debiera faltarle, ya que está siempre dispuesta a la ayuda al pariente en dificultades, como si ella no las tuviese. Siempre receptiva, siempre sonriente y generosa, ni se arrugó cuando llegué y le conté en resumen lo sucedido y la petición.
A los veinte minutos yo estaba de vuelta en la estación, cargado de palanganas, cuchillos de cocina, vasos, platos, y una cantidad absurda de limones que ella misma sacó de su árbol, lo que nos ahorró parte de la compra.
Cuando llegué, mandamos al joven Julio a comprar un par de cajas de vino blanco y harto pan. El jefe Ríos seguía en la boletería, dando miradas medio preocupadas hacia nosotros, en la sala de colación. Su risita nerviosa nos contagiaba de su tensa alegría.
Mientras el guardia cuidaba afuera, nosotros con Candia comenzamos a abrir los choritos y a llenar los recipientes con su jugosa carne.
En realidad, ninguno de nosotros tenía mucha idea de cómo prepararlos, pero daba lo mismo. Con lo que había bastaba. La tía Nelly había agregado entre las cosas que mandó unas cuantas cebollas y perejil. El conjunto prometía harto.
Luego volvió el chico del aseo y con él, los tres avanzamos más rápido en el desconchamiento de mariscos.
En realidad, dos bolsas de basura de choritos maltones eran mucho para cinco, así que no los abrimos todos, sino que dejamos una buena dosis para repartirnos y llevar.
Cuando estuvo todo listo, comenzamos a comer como pudimos: nos hacíamos una especie de sanguches de choritos en marraqueta bien crujiente, con harto limón y cebolla, regado con el vinito blanco y alguna gaseosa para los hipócritas.
Como no podíamos desaparecer todos del puesto de trabajo, nos íbamos turnando para entrar a comer nuestra parte.
El vino suave a esa hora del día no hace mal si se está tranquilo y en buena compañía. Mientras otros hacían su turno de ingestión en la sala, yo me paraba afuera a mirar los vehículos que iban de aquí para allá, como llevándose el invierno hacia el sur. Los pocos pasajeros que entraban a la estación no notaban nada extraño. La cosa funcionaba de lo más normal. Quizás alguno habrá notado que los funcionarios estábamos esa mañana algo más risueños, pero si no se acercaban lo suficiente como para sentir nuestro aliento medio marítimo, medio etílico, nada se notaba.
El más contento era Bahamondes, que decía a cada rato que nunca lo habían recibido de mejor forma al tomar el turno en una estación.
El joven Julio también se mataba de la risa, y no podía creer la cantidad de choritos que le tocaría llevarse para la casa, además de los que comió.
Cuando terminó el turno, ya muy pasado el mediodía, habíamos vuelto a la normalidad, salvo el olor a mariscos que inundaba la sala de colación. Cada uno se llevó su buen par de kilos de choritos. En todo caso, a mi tía le guardamos por lo menos el doble, por favor concedido.
De esto han pasado unos quince años. Ya no trabajo en el metro. A Candia me lo encuentro cada cierto tiempo en algunas estaciones. Él sigue allí, armándose su vida y sus movidas, dispuesto morirse de la risa y a apostarse lo que tenga en el bolsillo por el minuto subsiguiente.
A Bahamondes también me lo encontré hartas veces en la línea uno. Nunca dejó de recordar la mariscada en que nos conocimos.
El jefe Ríos creo que jubiló a los pocos años. Andará por allí con su risita nerviosa. Hasta el último día en que trabajó en Rondizzoni, no dejó de darle la pasada gratis a mi tía Nelly.
Al joven Julio no lo vi más. Ojalá siga igual de sano y fuerte.
Y yo estoy aquí, bien, bien. He trabajado en hartas otras cosas: pegas buenas, pegas malas, pegas más o menos.
Quizás lo que más recuerdo son los minutos después de la comilona. Estamos junto a Candia, apoyados en la baranda mirando el día pasar por la carretera, mientras él fuma su cigarro, y yo disfruto de mi saciedad. Repaso en mi mente el pequeño banquete que nos acabamos de dar y, sin mirar a mi compañero, le digo:
- ¿No será mucho, Julito?
Y él, tomando una larga y profunda bocanada de su pucho, sólo se sonríe y no dice nada.
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