El último soldado
¿Y qué decir? Ya nos ha pasado más de un mes desde el horror de Antuco. La sangre en el recuerdo de la patria sigue congelada, y se niega a regresar tibiecita a nuestras venas.
Era el pleno mayo. Rogábamos entrecortados por la pronta aparición de nuestros chicos, con la esperanza viva, con la moribunda fe. Ellos fueron apareciendo de a goteras, demasiado lento, demasiado tarde, y tan muertos que esa muerte encandilante los hacía parecer más niños dentro de sus ataúdes.
Los oficiales, cuál más, cuál menos, se vistieron de traje camuflado (esa notable vestimenta que busca hacer invisible a quien la ocupa entre el color de lo que está a su alrededor). El general en jefe llevó unas imágenes religiosas al lugar de la tragedia. Rezó, ordenó, coordinó, dio algunas conferencias y largas explicaciones que llegaban cada vez más tarde.
Vino el viento blanco de las noticias, con sus hojas entintadas, con su fanfarria prime time, con su ráfaga de otros dolores y sorpresas. Se nos movió también el piso, en fin, es sólo un mes, un enorme y frío mes. Hubo tiempo de olvidar.
Luego vino el viento blanco de las explicaciones, la investigación tan sigilosa que prefiere que los sobrevivientes no declaren, ya que sólo los acusados han sido oídos por el juez de turno. Se dice que es por no someter a los reclutas a nuevas tensiones, no están listos, aún no es tiempo. ¿Cuándo será tiempo de escuchar a estos pelados? Están listos para salvarse de la muerte más idiota, están listos para volver al regimiento congelados y ateridos, están listos para seguir preparando guerras improbables, están listos para que venga otro mayor a ordenar su marcha hacia la nada, pero no están listos para contar su parte en la tragedia ante el señor juez. El oficial a cargo, flaco, ojeroso, recién salido del hospital, seguramente aún dopado, pero nunca tanto como para no mentir, claro, él si que está listo para declarar. Los pelados no están listos, firmes en su cuartel, dignos y dispuestos en su entrenamiento, no están listos.
Entonces vino el viento blanco otra vez y borró todas las señales, perdió a todos, desorientó a las madres, los hermanos, las pololas.
Los soldaditos y el sargento, ya se sabe, resistieron hasta su final, demasiado dignos, demasiado obediente ante la estupidez marcial. Y ya lo dije: fueron apareciendo tan de a poco que las lágrimas se congelaron.
Ahora es junio entonces. Aún nos queda por encontrar el último soldado, nuestro último soldado. Las patrullas buscan en la silenciosa cordillera sin cámaras que les acompañen esta vez.
Nuestro último soldado se llama Silverio. Su cuerpo de niño grande se niega a aparecer. Algunos ya hablan de la primavera. Para ese septiembre irreal seguramente quedará muy poca nieve, pero habrá entonces demasiado olvido sobre nuestras cabezas, soplarán otras ventoleras que nos perturbarán la visión, y ya ni sabremos cómo se llamó este chico que no quiere aparecer. Yo quiero que no se nos borre su nombre: Silverio, Silverio. Repítanselo. Él es nuestro último soldado.
Repito: nuestro último soldado. Cuando su cuerpo vuelva de la nieve para recibir nuestras últimas honras, ya no quedará ningún soldado más. Sólo quedarán por allí unos cuantos oficiales dispuestos a recibir, según sea el caso, condecoraciones, castigos mínimos, una saludable dosis de olvido chilenito, entrevistas, resúmenes piadosos de su dilatada trayectoria, jubilaciones jubilosas, dignidad, honor y respeto.
Ningún soldado. Sólo quedarán unos cuantos generales por ahí, coroneles, capitanes y mayores, expertos en el fino arte de olvidar que pasó lo que pasó. Quedará también el viento blanco, sepultando en su resuello la pena, el dolor, la gana de justicia.
Quedarán también nuestros sobrevivientes, vueltos a su vida tan sencilla, salvados y nunca escuchados. Le contarán a sus hijos y a sus nietos del terror en que anduvieron y de cómo esa vez no era su vez. Y la mayoría de ellos ya no serán soldados. Serán apenas pueblo, gente, masa ciudadana. Madres o padres de un futuro con más lluvia y aguanieve.
Cuando Silverio vuelva, será el último soldado. Los demás serán sólo un ejército minúsculo, medio cegado por el tiempo, incapaz de crecer desde la sangre de sus mártires, que, en todo caso, son muchísimo más nuestros que suyos.
Cuando Silverio vuelva, tratemos por favor de recordar su nombre y su cara. Y cuando veamos la mirada, estratega y satisfecha, de los que fueron su general, su coronel, su capitán o su mayor, sobrepongamos los ojos niños de Silverio sobre esas caras demasiado vivas, demasiado duras.
Era el pleno mayo. Rogábamos entrecortados por la pronta aparición de nuestros chicos, con la esperanza viva, con la moribunda fe. Ellos fueron apareciendo de a goteras, demasiado lento, demasiado tarde, y tan muertos que esa muerte encandilante los hacía parecer más niños dentro de sus ataúdes.
Los oficiales, cuál más, cuál menos, se vistieron de traje camuflado (esa notable vestimenta que busca hacer invisible a quien la ocupa entre el color de lo que está a su alrededor). El general en jefe llevó unas imágenes religiosas al lugar de la tragedia. Rezó, ordenó, coordinó, dio algunas conferencias y largas explicaciones que llegaban cada vez más tarde.
Vino el viento blanco de las noticias, con sus hojas entintadas, con su fanfarria prime time, con su ráfaga de otros dolores y sorpresas. Se nos movió también el piso, en fin, es sólo un mes, un enorme y frío mes. Hubo tiempo de olvidar.
Luego vino el viento blanco de las explicaciones, la investigación tan sigilosa que prefiere que los sobrevivientes no declaren, ya que sólo los acusados han sido oídos por el juez de turno. Se dice que es por no someter a los reclutas a nuevas tensiones, no están listos, aún no es tiempo. ¿Cuándo será tiempo de escuchar a estos pelados? Están listos para salvarse de la muerte más idiota, están listos para volver al regimiento congelados y ateridos, están listos para seguir preparando guerras improbables, están listos para que venga otro mayor a ordenar su marcha hacia la nada, pero no están listos para contar su parte en la tragedia ante el señor juez. El oficial a cargo, flaco, ojeroso, recién salido del hospital, seguramente aún dopado, pero nunca tanto como para no mentir, claro, él si que está listo para declarar. Los pelados no están listos, firmes en su cuartel, dignos y dispuestos en su entrenamiento, no están listos.
Entonces vino el viento blanco otra vez y borró todas las señales, perdió a todos, desorientó a las madres, los hermanos, las pololas.
Los soldaditos y el sargento, ya se sabe, resistieron hasta su final, demasiado dignos, demasiado obediente ante la estupidez marcial. Y ya lo dije: fueron apareciendo tan de a poco que las lágrimas se congelaron.
Ahora es junio entonces. Aún nos queda por encontrar el último soldado, nuestro último soldado. Las patrullas buscan en la silenciosa cordillera sin cámaras que les acompañen esta vez.
Nuestro último soldado se llama Silverio. Su cuerpo de niño grande se niega a aparecer. Algunos ya hablan de la primavera. Para ese septiembre irreal seguramente quedará muy poca nieve, pero habrá entonces demasiado olvido sobre nuestras cabezas, soplarán otras ventoleras que nos perturbarán la visión, y ya ni sabremos cómo se llamó este chico que no quiere aparecer. Yo quiero que no se nos borre su nombre: Silverio, Silverio. Repítanselo. Él es nuestro último soldado.
Repito: nuestro último soldado. Cuando su cuerpo vuelva de la nieve para recibir nuestras últimas honras, ya no quedará ningún soldado más. Sólo quedarán por allí unos cuantos oficiales dispuestos a recibir, según sea el caso, condecoraciones, castigos mínimos, una saludable dosis de olvido chilenito, entrevistas, resúmenes piadosos de su dilatada trayectoria, jubilaciones jubilosas, dignidad, honor y respeto.
Ningún soldado. Sólo quedarán unos cuantos generales por ahí, coroneles, capitanes y mayores, expertos en el fino arte de olvidar que pasó lo que pasó. Quedará también el viento blanco, sepultando en su resuello la pena, el dolor, la gana de justicia.
Quedarán también nuestros sobrevivientes, vueltos a su vida tan sencilla, salvados y nunca escuchados. Le contarán a sus hijos y a sus nietos del terror en que anduvieron y de cómo esa vez no era su vez. Y la mayoría de ellos ya no serán soldados. Serán apenas pueblo, gente, masa ciudadana. Madres o padres de un futuro con más lluvia y aguanieve.
Cuando Silverio vuelva, será el último soldado. Los demás serán sólo un ejército minúsculo, medio cegado por el tiempo, incapaz de crecer desde la sangre de sus mártires, que, en todo caso, son muchísimo más nuestros que suyos.
Cuando Silverio vuelva, tratemos por favor de recordar su nombre y su cara. Y cuando veamos la mirada, estratega y satisfecha, de los que fueron su general, su coronel, su capitán o su mayor, sobrepongamos los ojos niños de Silverio sobre esas caras demasiado vivas, demasiado duras.
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