La Normalidad
Ahí está, agazapada en algún lado de Santiago, la Normalidad.
No piensa llover en la ciudad. Necesito el agua de los cielos. Mis sueños están resecándose en este indecente sol de un verano que no se sabe ir.
Ya vino el cambio de hora consabido. Los crepúsculos se nos tiñeron de otra cosa, no sé qué es, una especie de savia lenta que poco a poco invade las arterias, el caminar de mis gentes, los árboles moribundos junto a una carretera que penetra como una daga entre callejones incrédulos. Es Santiago.
Reflexiono estas cosas asomado por la ventana de un hospital cualquiera, que de casualidad es el hospital más importante del universo. La hora de visitas ha terminado, y los guardias de azul oscuro han desalojado a los parientes y amigos de los enfermos desde las salas comunes. Yo aprovecho de respirar un poco mientras los ascensores se desocupan un tanto del tráfico de visitantes en fuga.
Sería una buena ocasión para fumar, pienso, y sumar mi humo a la bruma persistente de esta tierra encajonada. Pero claro, esto es un hospital, y no se fuma, está prohibido. Sólo cabe imaginarse la pequeña neblina gris azulosa saliendo de mi boca, el fulgor intrascendente iluminando algo la noche esta, que se crece. Nada. Nada.
El hospital público es medio sombrío, tubos fluorescentes de potencia insuficiente nos salvan de la oscuridad con pocas ganas. Quizás si me mantengo en este rincón, así, escondido, pueda quedarme un rato más para volver a darle el último beso de hoy a la paciente amada que en su cama con número espera que otro sueño la haga descansar. Y aunque ya estoy callado, trato de que en este empeño mi silencio se haga más profundo. Mi respiración la pongo lenta y de menor hondura. El latido de mi corazón resuena entonces como pasos, como golpes, como el simple latido de un corazón de niño asustado que espera en su escondite a que no lo pille ningún cuco.
Pero no hay caso. Seguramente mi idea de quedarme y mi rincón supuestamente invisible, ya son historia vieja para el vigilante de lentes cuadrados. Él se me acerca sigiloso, prudente y con respeto pero no menos inflexible, a pedir que me retire. La batalla fue perdida antes de comenzar; me rindo y bajo por las escaleras. Recibo como despedida casi cariñosa un roce de su mano en mi hombro, como queriendo dar consuelo dentro de la aflicción del cumplimiento del deber suyo.
En fin. Son dos, son tres, son veinte, son cincuenta saltos de peldaño en peldaño y ya estoy afuera. Es tarde, y el hospital es una masa ocre y sombría, apenas iluminada por sus ventanales que se envejecen ante mis ojos.
La opresión en mi pecho mientras avanzo hacia el cordón de luces de Providencia me habla de la normalidad perdida, de semanas entre miedos y esperanzas que se pelean furiosos el ámbito de mi respiración, de mi dormir, de mi querer. Yo sé que por allí, en alguna parte de mi tierra, la normalidad está viva y se mantiene, como esperándome con su taza de café caliente, su pan con queso, su conversación llana y tierna. Por eso voy y apuro el paso, para tratar de alcanzarla.
Estoy sano, estoy a salvo de la fe pegajosa que alarga el miedo hacia la sombra de santurrones que no saben confortar estas almitas. Estoy sano y puedo salir del hospital impunemente, sin que me sigan para inyectarme, sin que me quieran cobrar procedimientos y exploraciones. Estoy sano, por lo menos por este minuto, y eso me basta para sentir que el mundo baila bajo mis pies. Trato de atrapar esa energía para el día siguiente, cuando haya que levantarse otra vez y tratar que los asuntos de la vida y de la muerte sigan la negociación sin recoger sus víctimas aún.
Si. La normalidad está allá, en alguna parte. Si ahora lo quisiera, podría encender el cigarrillo imaginado hace minutos. Pero ¿para qué? ¿Tiene sentido hacerlo ahora que avanzo cada vez más rápido hacia mis asuntos, allá en el centro de la ciudad que imaginé y que recobré? Además, en realidad ni fumo, ni lo haré. Nubes, nubes, solo nubes que el soplo de mi aliento despeja.
Más tarde, siempre más tarde, paso otra vez por esta calle. Ya desocupado de mis trabajos, de vuelta a casa, manejo el Lada frente al hospital. Por los parlantes retumba un rockanrol amado. El edificio está ahora, si se puede, más oscuro que antes. Y cerrado con candados y barreras, como si quisieran impedir que nuevos enfermos no invitados se colaran en sus salas atestadas y ruidosas.
Al pasar frente al recinto, no puedo evitar disparar una sonrisa hacia el piso tres, como quien dice “buenas, buenas noches”. Luego acelero, paso cuarta, subo el volumen y me pierdo hacia el sur de acá, donde la normalidad enciende su hoguera.
No piensa llover en la ciudad. Necesito el agua de los cielos. Mis sueños están resecándose en este indecente sol de un verano que no se sabe ir.
Ya vino el cambio de hora consabido. Los crepúsculos se nos tiñeron de otra cosa, no sé qué es, una especie de savia lenta que poco a poco invade las arterias, el caminar de mis gentes, los árboles moribundos junto a una carretera que penetra como una daga entre callejones incrédulos. Es Santiago.
Reflexiono estas cosas asomado por la ventana de un hospital cualquiera, que de casualidad es el hospital más importante del universo. La hora de visitas ha terminado, y los guardias de azul oscuro han desalojado a los parientes y amigos de los enfermos desde las salas comunes. Yo aprovecho de respirar un poco mientras los ascensores se desocupan un tanto del tráfico de visitantes en fuga.
Sería una buena ocasión para fumar, pienso, y sumar mi humo a la bruma persistente de esta tierra encajonada. Pero claro, esto es un hospital, y no se fuma, está prohibido. Sólo cabe imaginarse la pequeña neblina gris azulosa saliendo de mi boca, el fulgor intrascendente iluminando algo la noche esta, que se crece. Nada. Nada.
El hospital público es medio sombrío, tubos fluorescentes de potencia insuficiente nos salvan de la oscuridad con pocas ganas. Quizás si me mantengo en este rincón, así, escondido, pueda quedarme un rato más para volver a darle el último beso de hoy a la paciente amada que en su cama con número espera que otro sueño la haga descansar. Y aunque ya estoy callado, trato de que en este empeño mi silencio se haga más profundo. Mi respiración la pongo lenta y de menor hondura. El latido de mi corazón resuena entonces como pasos, como golpes, como el simple latido de un corazón de niño asustado que espera en su escondite a que no lo pille ningún cuco.
Pero no hay caso. Seguramente mi idea de quedarme y mi rincón supuestamente invisible, ya son historia vieja para el vigilante de lentes cuadrados. Él se me acerca sigiloso, prudente y con respeto pero no menos inflexible, a pedir que me retire. La batalla fue perdida antes de comenzar; me rindo y bajo por las escaleras. Recibo como despedida casi cariñosa un roce de su mano en mi hombro, como queriendo dar consuelo dentro de la aflicción del cumplimiento del deber suyo.
En fin. Son dos, son tres, son veinte, son cincuenta saltos de peldaño en peldaño y ya estoy afuera. Es tarde, y el hospital es una masa ocre y sombría, apenas iluminada por sus ventanales que se envejecen ante mis ojos.
La opresión en mi pecho mientras avanzo hacia el cordón de luces de Providencia me habla de la normalidad perdida, de semanas entre miedos y esperanzas que se pelean furiosos el ámbito de mi respiración, de mi dormir, de mi querer. Yo sé que por allí, en alguna parte de mi tierra, la normalidad está viva y se mantiene, como esperándome con su taza de café caliente, su pan con queso, su conversación llana y tierna. Por eso voy y apuro el paso, para tratar de alcanzarla.
Estoy sano, estoy a salvo de la fe pegajosa que alarga el miedo hacia la sombra de santurrones que no saben confortar estas almitas. Estoy sano y puedo salir del hospital impunemente, sin que me sigan para inyectarme, sin que me quieran cobrar procedimientos y exploraciones. Estoy sano, por lo menos por este minuto, y eso me basta para sentir que el mundo baila bajo mis pies. Trato de atrapar esa energía para el día siguiente, cuando haya que levantarse otra vez y tratar que los asuntos de la vida y de la muerte sigan la negociación sin recoger sus víctimas aún.
Si. La normalidad está allá, en alguna parte. Si ahora lo quisiera, podría encender el cigarrillo imaginado hace minutos. Pero ¿para qué? ¿Tiene sentido hacerlo ahora que avanzo cada vez más rápido hacia mis asuntos, allá en el centro de la ciudad que imaginé y que recobré? Además, en realidad ni fumo, ni lo haré. Nubes, nubes, solo nubes que el soplo de mi aliento despeja.
Más tarde, siempre más tarde, paso otra vez por esta calle. Ya desocupado de mis trabajos, de vuelta a casa, manejo el Lada frente al hospital. Por los parlantes retumba un rockanrol amado. El edificio está ahora, si se puede, más oscuro que antes. Y cerrado con candados y barreras, como si quisieran impedir que nuevos enfermos no invitados se colaran en sus salas atestadas y ruidosas.
Al pasar frente al recinto, no puedo evitar disparar una sonrisa hacia el piso tres, como quien dice “buenas, buenas noches”. Luego acelero, paso cuarta, subo el volumen y me pierdo hacia el sur de acá, donde la normalidad enciende su hoguera.
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