Música de Hospital
La música de hospital no es cualquier cosa.
No es música de supermercado, ascensor o el hall de una afp. La música de hospital es música de espera, aguardar por horas largas, por días demorosos, semanas así de agrestes.
La música de hospital se desangra gota a gota y sin apuro. Parece monótona, pero está llena de matices, espesuras y timbres que retumban en los oídos. Por allí hay un pitido leve y persistente de alguna máquina que mantiene andando un pulmón, o que cuenta los latidos de alguien para restarlos al total final del corazón.
Más allá, un doctor en traje de cirugía verde le habla con voz apenas perceptible a un círculo de gentes de ojos brillosos. Trato de comprender lo que dice, pero no alcanzo a descifrar ni media sílaba. Parece que los que le rodean si lo hacen, y se reconfortan entre sí con palmaditas en la espada, mientras el médico se aleja tras la puerta que dice “no pasar”.
La música del hospital es esto: el imparable zapatear de las auxiliares que nunca se detienen, y van de un lado al otro llevando y trayendo chatas, bandejas, bolsas de suero, carpetas con informes médicos. Y sus risitas, los saludos afectuosos, sus conversaciones le dan al paisaje sonoro un frágil vibrato de normalidad, en medio de esta sonata de la mala salud.
Entonces viene algún enfermo no tan grave, arrastrando empeñosamente las patas por el pasillo desde el ala norte del edificio. Carga una caja de acrílico con el drenaje de su cuerpo, sangre pálida que borbotea de vez en cuando, el rasguido de sus pasos, la tos que lo estremece: música de hospital.
El timbre del ascensor hace lo suyo: comunica todos estos mundos: el quinto piso donde operan, el cuarto donde se recuperan los recién intervenidos, el tercer piso de las salas comunes, el segundo de laboratorio, el primero de policlínico. Cada uno de los niveles con su altura y con su tempo, siempre y a veces casi bulliciosa, la música del hospital.
Por un rato, mis pasos nerviosos en el pasillo son parte de esta música de hospital. Veintiocho pasos tiene el pasillo que camino y re camino, mientras espero, espero, espero. Mi familia, en los sillones de esta sala, conversa sin pausa, se inventa una normalidad nerviosa, mientras sus voces se unen a la textura de esta sinfonía extraña de la que somos parte.
A ratos me pongo los fonos y subo el volumen al máximo, para que el hospital tenga en mí otra música y no este susurrar de sanos y enfermos. Entonces mi música de hospital se llama “cuándo vendrán” o ”heartbeat” o ”dangerous curves”. Un día de estos, a ustedes que leen estas cosas, les haré escuchar esas canciones, a ver si toma otro sentido entonces el hospital y su música, desperdigados por el gran sanatorio que es el universo que habitamos. De momento quédense así, a la espera. Imagínen que están sentados junto a mi, mientras escucho mi propio sonido angelical, y a ustedes sólo les llega el chicharreo de mis fonos, y las bullas con eco de algún otro piso.
La música de hospital es esto: alguien teclea fuerte en un computador, y ya es tan tarde, y en sus camas los enfermos tratan de dormir. Quieren silencio pero saben que no se puede tener: la música del hospital es infinita. Puede subir o bajar el volumen, puede ser más rápida o más lenta. Puede ser sólo un largo llanto contenido, o una explosión de risas prontamente acalladas. Puede ser el estruendo de los carros de metal saliendo del ascensor o apenas el rasposo tono de una respiración que se apaga de a poquito. Puede ser todo eso y el rumor de tu miedo también puede ser. Pero la música del hospital no para.
Y cuando sales del hospital, la sigues oyendo.
Si te quieres dormir entonces, no quieras que se esfume. Trata de que parezca un arrullo. Apaga la luz. Cierra los ojos.
No es música de supermercado, ascensor o el hall de una afp. La música de hospital es música de espera, aguardar por horas largas, por días demorosos, semanas así de agrestes.
La música de hospital se desangra gota a gota y sin apuro. Parece monótona, pero está llena de matices, espesuras y timbres que retumban en los oídos. Por allí hay un pitido leve y persistente de alguna máquina que mantiene andando un pulmón, o que cuenta los latidos de alguien para restarlos al total final del corazón.
Más allá, un doctor en traje de cirugía verde le habla con voz apenas perceptible a un círculo de gentes de ojos brillosos. Trato de comprender lo que dice, pero no alcanzo a descifrar ni media sílaba. Parece que los que le rodean si lo hacen, y se reconfortan entre sí con palmaditas en la espada, mientras el médico se aleja tras la puerta que dice “no pasar”.
La música del hospital es esto: el imparable zapatear de las auxiliares que nunca se detienen, y van de un lado al otro llevando y trayendo chatas, bandejas, bolsas de suero, carpetas con informes médicos. Y sus risitas, los saludos afectuosos, sus conversaciones le dan al paisaje sonoro un frágil vibrato de normalidad, en medio de esta sonata de la mala salud.
Entonces viene algún enfermo no tan grave, arrastrando empeñosamente las patas por el pasillo desde el ala norte del edificio. Carga una caja de acrílico con el drenaje de su cuerpo, sangre pálida que borbotea de vez en cuando, el rasguido de sus pasos, la tos que lo estremece: música de hospital.
El timbre del ascensor hace lo suyo: comunica todos estos mundos: el quinto piso donde operan, el cuarto donde se recuperan los recién intervenidos, el tercer piso de las salas comunes, el segundo de laboratorio, el primero de policlínico. Cada uno de los niveles con su altura y con su tempo, siempre y a veces casi bulliciosa, la música del hospital.
Por un rato, mis pasos nerviosos en el pasillo son parte de esta música de hospital. Veintiocho pasos tiene el pasillo que camino y re camino, mientras espero, espero, espero. Mi familia, en los sillones de esta sala, conversa sin pausa, se inventa una normalidad nerviosa, mientras sus voces se unen a la textura de esta sinfonía extraña de la que somos parte.
A ratos me pongo los fonos y subo el volumen al máximo, para que el hospital tenga en mí otra música y no este susurrar de sanos y enfermos. Entonces mi música de hospital se llama “cuándo vendrán” o ”heartbeat” o ”dangerous curves”. Un día de estos, a ustedes que leen estas cosas, les haré escuchar esas canciones, a ver si toma otro sentido entonces el hospital y su música, desperdigados por el gran sanatorio que es el universo que habitamos. De momento quédense así, a la espera. Imagínen que están sentados junto a mi, mientras escucho mi propio sonido angelical, y a ustedes sólo les llega el chicharreo de mis fonos, y las bullas con eco de algún otro piso.
La música de hospital es esto: alguien teclea fuerte en un computador, y ya es tan tarde, y en sus camas los enfermos tratan de dormir. Quieren silencio pero saben que no se puede tener: la música del hospital es infinita. Puede subir o bajar el volumen, puede ser más rápida o más lenta. Puede ser sólo un largo llanto contenido, o una explosión de risas prontamente acalladas. Puede ser el estruendo de los carros de metal saliendo del ascensor o apenas el rasposo tono de una respiración que se apaga de a poquito. Puede ser todo eso y el rumor de tu miedo también puede ser. Pero la música del hospital no para.
Y cuando sales del hospital, la sigues oyendo.
Si te quieres dormir entonces, no quieras que se esfume. Trata de que parezca un arrullo. Apaga la luz. Cierra los ojos.
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