Valparaíso secreto
El Valparaíso secreto vive de vivir no más. Esto puede sonar simple pero es sumamente complicado. Se necesita una minuciosa combinación de elementos. Aire, sol, pega, volantines, piernas, multitud, radios a pila, gatos, fruta, cerveza, cielo, lápices de colores, sonrisa, algo de neblina, ventolera, gas, silencio, paciencia, papas fritas, más piernas, olores varios, un san lunes infinito, cara dura, y así, vamos alargando la lista.
El Valparaíso público vive de otras cosas. Se le llama Mito (con mayúsculas). Se sufre sus poetas ostensibles y no demasiado leídos. Patrimonial, eterno, sacrosanto, en el fondo un gran y querido desconocido, visitado por notables que hacen y deshacen de su vida en otros sitios, pero que recalan en el puerto la veteranía de su turismo cultural y tan global que llama a risa. Se le compara con ciudades del primero, del segundo y del cuarto mundo. Puede ser, puede no ser.
Después de las ceremonias, Valparaíso secreto, el de todos los días, el que no registran los turistas ni los fotógrafos a sueldo, sigue su paso ingrávido y letal, de lío en lío, de polvo en polvo, de funeral en funeral, peleando a cada rato por más pan, más cielo y más libertad, la libertad caótica, la única libertad.
No hay una receta para hacer de esta ciudad el monumento que, con buenas y miopes intenciones, pretenden erigir los ediles, los funcionarios, los pomposos de turno. Valparaíso se hizo solito, es decir, lo hizo y lo deshizo su gente, su gatuna gente orillera. Lo demás es ladrarle a la luna, con mayor o menor elegancia.
Después de todo, desde la insondable distancia de ciento nueve kilómetros de amor porfiado, lo veo bien, lo veo vivo, lo veo encendido, lo veo sediento. Manchas por aquí o por allá, algún edificio que reclama su dinamita para liberar la vista, quizás más perros de los necesarios, pero que hacer con esta aglomeración jamás fundada y apenas descubierta. Valparaíso es y será un puro exceso, una exageración con avenidas sinuosas, callejuelas implacables, escaleras definitivas. Valparaíso es la grandilocuencia de inmigrantes y refugiados de todas las raleas que hacen acá su mal negocio del cual viven y por el cual morirán a su vez, así, de pura risa.
No me la creo, no se la crean. “Patrimonio de la humanidad” es una estrella más nomás en este innumerable cielo porteño. Quizás es casi lo contrario. Se me ocurre que la humanidad no sería la misma sin Valparaíso, quizás es el secreto mejor guardado y se postergó por siglos su consagración, hasta ahora en que a nadie debiera importarle demasiado. No se salvan las ciudades con honores ni nominaciones. Valparaíso tiene su propia receta. Valparaíso es el secreto mejor guardado de la humanidad.
Y así como Santiago es el pueblo chico más grande del mundo, Valparaíso es el universo más pequeño y total, un cosmos caminable y saludable.
Los turistas lo visitan, pero los viajeros, sus habitantes extraviados en otros barrios más sucios del planeta, lo recorremos con los pies de la memoria, y lo acariciamos, tiernamente, con estas palabras torpes.
Salud, Valparaíso, te regaló mi sed y mi hambre de ti, a ver si la saciamos juntos un año de estos.
El Valparaíso público vive de otras cosas. Se le llama Mito (con mayúsculas). Se sufre sus poetas ostensibles y no demasiado leídos. Patrimonial, eterno, sacrosanto, en el fondo un gran y querido desconocido, visitado por notables que hacen y deshacen de su vida en otros sitios, pero que recalan en el puerto la veteranía de su turismo cultural y tan global que llama a risa. Se le compara con ciudades del primero, del segundo y del cuarto mundo. Puede ser, puede no ser.
Después de las ceremonias, Valparaíso secreto, el de todos los días, el que no registran los turistas ni los fotógrafos a sueldo, sigue su paso ingrávido y letal, de lío en lío, de polvo en polvo, de funeral en funeral, peleando a cada rato por más pan, más cielo y más libertad, la libertad caótica, la única libertad.
No hay una receta para hacer de esta ciudad el monumento que, con buenas y miopes intenciones, pretenden erigir los ediles, los funcionarios, los pomposos de turno. Valparaíso se hizo solito, es decir, lo hizo y lo deshizo su gente, su gatuna gente orillera. Lo demás es ladrarle a la luna, con mayor o menor elegancia.
Después de todo, desde la insondable distancia de ciento nueve kilómetros de amor porfiado, lo veo bien, lo veo vivo, lo veo encendido, lo veo sediento. Manchas por aquí o por allá, algún edificio que reclama su dinamita para liberar la vista, quizás más perros de los necesarios, pero que hacer con esta aglomeración jamás fundada y apenas descubierta. Valparaíso es y será un puro exceso, una exageración con avenidas sinuosas, callejuelas implacables, escaleras definitivas. Valparaíso es la grandilocuencia de inmigrantes y refugiados de todas las raleas que hacen acá su mal negocio del cual viven y por el cual morirán a su vez, así, de pura risa.
No me la creo, no se la crean. “Patrimonio de la humanidad” es una estrella más nomás en este innumerable cielo porteño. Quizás es casi lo contrario. Se me ocurre que la humanidad no sería la misma sin Valparaíso, quizás es el secreto mejor guardado y se postergó por siglos su consagración, hasta ahora en que a nadie debiera importarle demasiado. No se salvan las ciudades con honores ni nominaciones. Valparaíso tiene su propia receta. Valparaíso es el secreto mejor guardado de la humanidad.
Y así como Santiago es el pueblo chico más grande del mundo, Valparaíso es el universo más pequeño y total, un cosmos caminable y saludable.
Los turistas lo visitan, pero los viajeros, sus habitantes extraviados en otros barrios más sucios del planeta, lo recorremos con los pies de la memoria, y lo acariciamos, tiernamente, con estas palabras torpes.
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