miércoles, julio 06, 2005

EL HOMBRE Y SU AUTO *

Vivo en una avenida demasiado transitada. Aparte de las ventajas e inconvenientes de esta ubicación, en general es una buena oportunidad para observar las reacciones y comportamientos de la gente y de mi mismo en la vida cotidiana fuera de casa, en la plena calle, donde operan otros filtros sociales, quizás donde la persona se muestra con más transparencia.

En esta grande avenida, las veredas son anchas, por lo que se prestan para que los autos se estacionen en ellas, más allá de que esté autorizado o no. Más encima, frente a la casa hay un edificio de oficinas y un banco. Esto atrae a una gran cantidad de gente que llega a hacer sus trámites, cargados de apuro y preocupación. El problema para mi es el siguiente: pese que en el portón de entrada puse un gran letrero que anuncia la entrada y salida de vehículos, es frecuente que la pasada se encuentre obstruida por algún coche estacionado, sin considerar el dicho anuncio. Por el tamaño del cartel, yo supuse que este iba a ser a prueba de cegatones y piticiegos varios, pero por lo visto no es suficiente. Cada mañana no falta la inevitable camioneta, el furgón d reparto o el auto del año cómodamente estacionado y tapando la salida de mi propio y modesto coche.

Como dije, la calle es un espacio donde uno se muestra tal cual es en lo profundo, liberado de trabas que un ambiente más íntimo y normado impone. En mi caso, lo primero que me aflora cada vez que veo alguien instalado frente a mi portón es una ira ciega que lucho por controlar. Después de todo, no es grato agarrarse a garabatos todos los días con mis conciudadanos por un asunto de estacionamiento. Lo cual no quita que, cada cierto tiempo, bajo la guardia y me lanzo a discutir a voz en cuello con alguno de los conductores que me obstruyen la entrada o la salida. Por lo menos una vez a la semana me toca este ritual de la pelea. Pero podrían ser más, muchas más veces. Sólo depende de mi que esto sea o no sea.

Por otra parte, es una ocasión inmejorable de observar las costumbres callejeras de mis compatriotas motorizados. Aún no me dejo de asombrar del desparpajo y la desconsideración que se apodera de la gente cuando está al volante de su auto y anda en algún trámite supuestamente urgente.

Hay algunas constantes que he podido constatar en esta lucha sin fin. Por ejemplo, suelen ser los conductores de vehículos caros los que menos miran para el lado. No son pocas las veces en que, desde un vehículo despampanante, se baja el ser más picante que se pueda imaginar. Y tomen la palabra “picante” en el peor sentido, con la mayor carga de resentimiento clasista y racista. Piensen un rato en mi rabia, (con la rabia me afloran todos los prejuicios chilenitos) y luego repitan la palabra ”picante”. O sea, no creo que de un auto ostentoso tenga que bajarse necesariamente un lord inglés o un artista de Hollywood, pero, ¿por qué tantas veces tiene que confirmarse mi mala leche y el dueño tiene que ser un tipo cargado a las gargantillas de oro, las zapatillas más caras, la actitud canchera, esa agresividad como aprendida en el tablón de algún estadio? No sé, serán las capas aspiracionales, las que soñaron con tener este auto, las que vendieron su alma y la de su familia por el bendecido carro, no lo entiendo, y me da lata y pena que así sea. Sólo constato lo que veo, y mi ofuscación me nubla el juicio.

Como dije, enfrentado a la situación, suelo enfurecerme más de la cuenta. Por consideración a mi mujer y a mi hija, que sufren estos incidentes, he tratado de bajar las revoluciones de mi enojo y las más de las veces, dejo pasar el suceso con paciencia y sin armar escándalo. Eso es casi casi siempre, y cada vez menos. Pero han habido un par de peleas “históricas” con esta gente. Podría contar unas cuantas, pero la que mejor recuerdo, a estas alturas con risa, es una de hace como un año. Yo venía llegando y no pude entrar mi vehículo (un Lada del 97, detalle importante en esta gesta), por culpa de uno de estos seres. Tuve que estacionarme a junto a él en plena calle, a la espera de que al lindo se le frunciera venir a retirar su coche. Estó sucedió como a la media hora. Yo tenía que entrar el auto e irme a la pega, por que no soy tan gil como para ir a trabajar en auto, teniendo una micro directa y una hora de trayecto, donde aprovecho de leer y escribir los bocetos de estos textos.

Pues bien. Había que esperar al santo señor a que volviese de su trasdendente trámite bancario. Cuando se dignó a aparecer, yo estaba esperándolo ya con mucha rabia acumulada. A estas alturas, me acompañaba mi padre en el trance. Mientras yo abría el portón para entrar mi vehículo, él se entretenía increpando al sujeto, que se defendía con torpes balbuceos. Luego me uní al reto. No usamos groserías, pero eramos bastante pesados. En un momento, mi papá va y le dice: “se nota que usted no tiene educación”. El sujeto se ríe desde atrás de sus lentes rayban o algo así, enfundado en su linda chaqueta de cuero. Nos mira con sorna y contesta, ahora con voz más segura: “¿cómo que no tengo educación? Miren el auto que tengo, en cambio ustedes…” dijo, apuntando con desdén a mi movil ruso.

Mientras se trepaba a la poderosa bestia mecánica, orgulloso de su declaración de principios, nosotros bajamos los filtros y le soltamos unas cuantas chuchadas, muertos de la risa. Las palabras “pelotudo” y “gil” fueron pronucniadas un par de veces, mientras el tipo se perdía por la avenida, rumbo al centro de Santiago.

Por pura desviación republicana, como creyendo que eso sirve de algo, mi padre siempre en estos casos anota la patente del vehículo. Incluso ese día (después lo supe), se dio el trabajo de fotografiar el auto mal estacionado. Yo, en cambio, más descreído, soy partidario de la acción directa. Hoy, pasado un largo tiempo desde el evento, me encontré con la dicha fotografía. De hecho, por eso me recordé de todo este lindo asunto. A manera de pequeña funa, les entrego los datos del movil: un Peugeot 307, gris plateado, patente VE 67 77. Si lo ven por ahí, ya saben, lo maneja un señor con educación, por lo menos la suficiente como para tener semejante auto. No sé si esa máquina es mucha o poca cosa, él sabrá.

En cambio, si me ven a mi en mi Lada blanco, sientan pena de mi triste situación. No se me burlen, guarden un respetuoso silencio.

Aunque es más probable que me vean en la micro, leyendo o anotando cosas en mis desvencijadas libretas. No duden en interrumpir y saludarme. No soy tan hosco como parezco. Un abrazo a todos y miren a ambos lados antes de cruzar la calle. Estos educados manejan muy rápido y sin mirar a los costados.


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* El título de este torpe texto es una copia vil del libro “El hombre y su arma”, del general vietnamita Vo Nguyen Giap, vencedor de la guerra de Vietnam. No tiene ninguna relación con el contenido de mi escrito, pero valga la aclaración.