martes, noviembre 29, 2005

Maihue

Entonces sucede que de pronto el cansancio acumulado, y este año que se niega a morir y todo eso hacen que le saque el cuerpo a temas que debieran ser urgentes. Pero, en fin, no se puede huir, el cuerpo, el alma piden un poco de palabras, que no sé si sirve.

Me refiero al hundimiento de la lancha en el lago Maihue. Esto suena tanto a Antuco, quizás por eso duele más. Es otra vez el dolor de los pobres, la devastación de los humildes, la pasada a llevar artera de la imprevisión criminal, la desidia oficial, la explicación mamona, que encuentra como cómplice al mal tiempo, claro, otra vez el mal tiempo, y entonces uno tiene que pensar que todo este tiempo es un mal tiempo.

Por allí me resuenan las cosas que se dicen en las radios. Algún subsecretario explicando que la lancha no se dio porque la gente de allá decidió que debían ser otras las prioridades en inversión social. No sé. Supongo que es cómo si le preguntasen a la gente si hay que invertir en grifos o en leche para los niños. Obviamente se va a preferir lo inmediato, que es la leche. Por último, los incendios atacan menos seguido que el hambre. Pero, cuando llega la catástrofe, lo que uno piensa no es que en realidad habría que haber preferido el grifo (o la lancha nueva, en este caso). Lo interesante es entender que el estado, el bendito estado, debiera tener la capacidad de cubrir tanto lo urgente como lo medianamente urgente.

Claro, la gente entierra a sus muertos (los que lograron aparecer), mientras hacia nuestra patria viene en viaje un submarino nuevo, y en alguna parte ensamblan aviones de combate, y los jerarcas de la macro macro macro economía alaban el “superavit estructural” y otras boludeces que no sacarán a flote ningún cadáver. En alguna parte de esta ciudad, hoy mismo alguien inaugura una súper carretera urbana, otro gran pastel de concreto.

Insisto: esto huele a Antuco. A los chicos les faltaron uniformes de montaña, les faltaron radios satelitales, les faltó una jefatura que supiera hacer lo mínimo: su pega.
Estos, los muertos del lago Maihue, son también en su mayoría niños, jóvenes, jugándose la vida por algo tan mínimo como un futuro mejor, allá, al otro lado de las aguas, en el internado. “La educación como factor de ascenso social”, palabras con las que se hacen gárgaras ahora que hay campaña. Suena bonito. Pero mientras eso se hace realidad (y el país se arma y blinda con cachivaches medio pasados de moda), los chicos y las chicas tienen que literalmente jugarse el pellejo para llegar a dar las pruebas de fin de año. Todo bien.

Maihue, Antuco, lugares dejados de la mano de no sé quién. Es una especie de recordatorio de que parece que basta una ventolera primaveral para hacer naufragar las esperanzas de “la gente”. Digo “gente”, por que la palabra “pueblo” está demasiado devaluada y en desuso. Luego inventarán algún otro sustantivo más desabrido aún, para que los invisibles de la patria se vean menos aún.

Es la misma maniobra que hacen las nuevas carreteras santiaguinas, que se hunden en pasos bajo nivel cuando pasan por sectores más pobres. ¿O estoy llevando el asunto demasiado lejos? Puede ser. El dolor nubla la vista.

En fin. Hasta acá, han aparecido seis de los nuestros. Faltan once. Y aunque aparezcan, no dejarán de faltarnos. Nos faltarán por siempre Jessica, Nury, María, Angélica, Telma y Clotilde, aparecidas y reconocidas. Nos faltarán por siempre Juan, Samuel, Adolfo, Fresia, Sandra, Patricia, Miguel, Marcelo, David, Luis y César, aún sin aparecer, tragados por las aguas.
No los olvidemos. Como no olvidaremos nunca a Antuco, ahora que tenemos el nombre del nuevo comandante en jefe, y al actual le deseamos, ingenuamente, que se hunda en su propio olvido. Yo, por lo menos, no me pienso olvidar de Silverio, el último conscripto en aparecer. Maihue entra a la memoria triste de Chile.

miércoles, noviembre 23, 2005

Gonzalo Muñoz, una muerte temprana, un olvido que se acaba

Valparaíso, en su intrincada red de cerros, quebradas y calles sin vértigo, esconde historias y tragedias que la memoria colectiva a veces no quiere o no puede registrar.
Pero la porfía del dolor a veces es más fuerte, y pese a la neblina mediática que cubre todo, hay voces y rostros que se asoman y gritan su presencia.
Hace ya veinte años, en plena dictadura, un muchacho de diecinueve años fue asesinado en la Cárcel del Puerto. Fue un martes 19 de noviembre, año 1985. Su nombre: Gonzalo Muñoz Aravena.
Conocido por sus amigos como Shaggy, Gonzalo había sido detenido nueve meses antes, como tantos jóvenes de aquella época, que decidieron dar la pelea contra la dictadura que aún hoy nos pena.
Como era de rigor en esos tiempos oscuros, Shaggy pasó por el horroroso trance de la tortura, el aislamiento y la prisión más rigurosa. Pese a estar encarcelado, Gonzalo y sus compañeros de presidio no dejaron de dar la pelea. De hecho, en ese noviembre doloroso, realizaron una huelga de hambre de más de 15 días, destinada a lograr que se reconociera su calidad de prisionero político. Hasta la fecha de su muerte, los presos políticos eran mantenidos junto al resto de la población penal, lo cual, como lo demostró la muerte de Shaggy, era una manera más de empeorar sus condiciones de reclusión.
Al otro día de finalizada la huelga de hambre, Gonzalo fue asesinado en un confuso incidente con reos comunes. En ese momento se sospechó de la participación de elementos mandados por la CNI en el homicidio, pero la justicia hizo su habitual trabajo sucio, imponiendo el habitual manto de impunidad.
A veinte años de este crimen, un grupo de sus amigos y compañeros de entonces se niegan a permitir que la amnesia colectiva siga haciendo su trabajo en la mente de este Chile “ganador”. Por eso, realizaron durante este año una serie de actividades, las que culminaron este sábado 19 de noviembre, con un gran acto artístico y cultural, lugar de martirio de Gonzalo.
Con un marco impresionante de público, en uno de los actos más concurridos de los realizados en la Ex Cárcel de Valparaíso, el evento convocó a cerca de 3.000 personas. En un marco de gran respeto y emotividad, la familia de Gonzalo, que partieron al exilio tras el asesinato, volvió a Chile para estar presente en la ceremonia. La entreda al evento consistió en la entrega de un libro. Los textos reunidos quedan para enriquecer la biblioteca del centro cultural de la Ex Cárcel porteña.
El acto sirvió también para recordar a otros jóvenes porteños muertos en su lucha por la dictadura. Si bien Gonzalo murió siendo militante de las Juventudes Comunistas, los organizadores y el público tuvieron la madurez para realizar este recuerdo sin banderas ni distinciones entre los distintos grupos políticos. La lista de caídos incluye a militantes de partidos de izquierda como el PC, el MIR, el FPMR y el PS.
Participaron artistas como la Bandalismo, Patricio Manns, Schwenke y Nilo, Luis Lebert, el grupo Gorrión, Sonora de Llegar y Entropía, entre otros.
Los convocantes al acto se reunieron con el nombre de Colectivo 19 de Noviembre. Está la idea de continuar con otros homenajes a victimas porteñas de la dictadura, entendiendo que la memoria es parte de la justicia para estos muertos que se niegan a ser olvidados.

miércoles, noviembre 16, 2005

La felicidad según Felipe Lamarca

Felipe Lamarca dijo, a las 0:20 del 17 de noviembre de 2005 en “Última mirada” de Chilevisión:
“uno es feliz hasta que llega alguien que tiene algo mejor y entonces uno deja de ser feliz”.

martes, noviembre 15, 2005

viene el miedo y nos despierta con su encuesta

viene el miedo y nos despierta con su encuesta

¿son señales para creer o para no creer?

¿la realidad es esto o moriremos de algún otro calor
en un infierno ordenadito?

¿viene y viene y viene el lobo
o hace rato que está instalado
administrando el gallinero?
¿cuánto falta para fin de mes?
¿por qué siempre falta para fin de mes?
¿por qué el fin de mes no es más que el inicio de otro mes?

¿y la encuesta en que nos desmejora el fin de mes?
¿cómo han sido los fines de mes hasta antes de esto o algo así?

¿y la memoria qué es?
¿sabes cuánta cosa has olvidado
como basura en el camino hacia una playa donde no puedes entrar?
¿y qué cresta es la memoria?

¿recordamos lo que soñamos antenoche?
¿antenoche recordamos soñar?
¿soñar?

¿la basura esta repleta de promesas?
¿dónde van los papeles perdidos?
¿o vienen todos para acá?

¿soñando?

¿es miedo o es miedo?

viernes, noviembre 11, 2005

Peinando la muñeca

En un viaje que ya me toma años, no dejo de dar vueltas por Santiago. Sigo la misma ruta obstinada que va de la casa al trabajo en subida y en bajada, de un sitio a otro, en un río humano que apenas se roza, apenas se mira, apenas se oye.

Yo hago mi parte en ese mutuo ignorarse, y me blindo con audífonos, con libros, con cuadernos. He visto inviernos crudamente asesinados por primaveras displicentes. He visto avenidas casi bombardeadas. He visto gente en todas las veredas, en plazas; gente esperando frente al semáforo.

He visto mi rostro adormecido reflejándose en vitrinas que pasan y se pierden, mientras mi viaje se alarga y se retuerce sobre sí mismo.

Y bien. Hay cosas insignificantes que no dejan de asombrarme. Una de esas, quizás la más persistente, es la cantidad de personas que he visto y sigo viendo hablando solas en la calle.

A estas alturas mi observación se ha hecho más aguda, con lo cual descarto de partida a unos cuantos que dan una impresión engañosa.

Primero los que van con fonos, tarareando despreocupados mientras avanzan. La música de sus oídos egoístas justifica su don de lenguas. Esa melodía no solo mueve sus labios; también caminan al ritmo que les dicte el audio. Oír es entonces parte del andar, del ir y perderse por la esquina esa.

Luego están los que hablan por celular usando el “manos libres”. Son parientes de los anteriores. Un aparato los conecta con otro plano de la realidad, alguna voz que les susurra cifras, datos, direcciones o simples pelambres. Un oído fraterno y bien sintonizado para desahogar las penas de hoy, para aclarar la duda que hace lento el transitar.

A los de la radio y los del celular los delata el cable. Una vez descubierto, pierdo todo interés en ellos. Sólo quedan los que pura y simplemente van por la vida peinando la muñeca, su muñeca, hablándole sin mucho disimulo, contando historias largas por un par de cuadras, con la mirada fija en el siguiente paso y el próximo verbo.

La expresión es útil: “peinar la muñeca”. No sé de dónde viene, pero considero que se ajusta bien a eso de hablar de todo con nadie. La muñeca en cuestión irá escondida en el bolsillo del caballero, en la cartera de la dama.

No hay día en que no descubra por lo menos a uno de estos, hablando solo en el abandono de la muchedumbre. Trato de imaginar qué dicen, a quién se dirigen, qué piden o prometen en su cuchicheo.

Me imagino que unos cuantos rezarán largas confesiones al dios de turno en su cabeza. Así, van por la ciudad acompañados de una voz y un oído eterno e interno que les hace andar seguros, como llevados de la mano mientras le cuentan al papá las cosas del día.

Por otro lado estarán los que van inmersos en sus propios asuntos, obligados a repasar en voz baja el devenir de sus atados y sus números. Sacan cuentas y más cuentas, tratando de que algo en la billetera les cuadre. O van por ahí suponiendo que si no hubiese un nefasto ayer, hoy no estarían deletreando pedazos de vida, tratando de recomponer un rompecabezas al que ya le faltan varias piezas.
A veces coincido con alguno de estos, en una cercanía casi viciosa. Por ejemplo, el ascensor. Allí, cobijado en el ronroneo electromecánico del sube y baja, el susurro obseso del peinador de muñeca se impone a todo lo demás. No hay palabras: apenas son retazos de sonido humano, un discurso desgajado y tierno que otro entenderá. Luego, las puertas se abren y el murmurador se baja. Entonces quedo solo en el elevador. Allí en frente está mi rostro adormecido en el espejo. Me miro fijamente a los ojos, comienzo a hablar.

miércoles, noviembre 09, 2005

Lo que arde en Francia

En las pantallas y en las fotos de prensa uno se puede encandilar con esta llamarada que ya dura más de dos semanas. Primero los suburbios de París, luego otras ciudades francesas, y ahora, poco a poco, la chispa cruza las fronteras.
Y claro, si uno se deja llevar por las apariencias, piensa que lo que arde son autos, buses y edificios públicos.
Pero crece la certeza de que esos vehículos incinerados son la superficie del incendio, y que la base del fuego es otra que no se ve tan fácilmente.
En el primer plano de las imágenes noticiosas, se distinguen a los cuerpos policiales de la república francesa haciendo lo que pueden por parar esta devastación. O los bomberos rociando con sus impotentes líquidos la llamarada.
Inicialmente, para los distraídos, esto traía un aire a mayo del 68, la emblemática revolución estudiantil que se volvió un referente para las rebeldías de todo el planeta. Claro, en esa insurrección también ardían autos, y habían policías enfrentando a jóvenes furiosos. Pero, a diferencia de este fragor de ahora, en el 68 habían liderazgos, grupos y grupúsculos con quienes negociar, a quienes amedrentar, tentar o comprar. Y claro, al final, después de tanta bulla, los estudiantes volvieron a sus clases, los obreros a sus fábricas, y volvió la calma al reino. Y esa misma generación rebelde se hizo cargo del país, del mundo, y a la larga, adquirió los mismos modos de los poderosos a quienes combatieron en su juventud. Tal parece que ahora, irónicamente, la vida les pasa la cuenta. La ceguera del poder, el mal de altura, los mantiene adormecidos y felices, hasta que una pedrada o una molotov los despierta, y allí están, tratando de entender, escondidos tras sus doctorados en ciencias políticas y sus policías.
Ellos también creen que lo que arde son camionetas y autobuses. Pero allá atrás, en un segundo plano, unas sombras confusas y agitadas, corren de aquí para allá, arrojan cosas, avivan la combustión que no hace más que crecer. Esas sombras, hasta ahora invisibles, son los hijos, son los nietos de los inmigrantes que pueblan los suburbios de ese bienestar. Son tan europeos como los policías que los reprimen, con la diferencia que ellos, los jóvenes, son los que comen las sobras del banquete de la prosperidad. Los ninguneados, los escondidos bajo la alfombra, los que no salen en la foto turística. Una autoridad estatal los trató de "basura" hace unos días, como apagando el incendio con bencina. Así se hace, así aprendió esta generación de ex-rebeldes a gobernar. Y ahora que los invisibles se volvieron evidentes, ¿qué hacer?.
¿No será demasiado tarde para darse cuenta? ¿Serán estos los pies de barro de una sociedad que se jacta de su bienestar, mientras allí abajo, en los sótanos, la marginalidad afila sus cuchillos?
Quién sabe si esto es una mera explosión, si da para revolución o sólo es una tormenta pasajera que se pasará con una poca de sangre. A diferencia del 68, aquí no hay más liderazgo ni guía que la propia rabia, que sale a la calle y quema lo primero que encuentra. El tiempo corre a favor del desconcierto. No se crea que la civilizada Francia no es capaz de sacar de debajo de la manga un As sangriento que ahogue la revuelta. Hay que recordar que fueron militares franceses los que asesoraron en temas de contrainsurgencia a los gringos de la Escuela de las Américas, enseñando todo lo que aprendieron en Indochina y Argelia.
Nada está definido aún. Sólo va quedando claro que la civilización es, a veces, nada más que una máscara que esconde lo peor. Allí abajo resuenan los tambores de la revuelta, los corcoveos de la ira y el desconsuelo.
Esto con Francia. Nosotros por acá, bien gracias, disfrutando de nuestro crecimiento económico. No se crea que estas cosas nos pasarán alguna vez acá. No en vano, somos los ingleses de Sudamérica, no los franceses. ¿O somos otra cosa?
(música sugerida: Casa Babylon, Mano Negra)

lunes, noviembre 07, 2005

Se me cayó el caset

Hace rato que se dice que la era del caset llegó a su fin. Pero, ¿por qué los sistemas de audio caseros siguen teniendo casetera? ¿Por qué sigo viendo por todas partes gente con pérsonal estéreo reproduciendo cintas?

Como a dos cuadras de mi casa, justo en un espacio perdido y sin tiempo dentro de una gasolinera, instalaron una carpa en la que venden ofertas de audio y video. Una liquidación de campaña, con una variada oferta de toda clase de sonidos.
Haciendo el cuento corto, no pude evitar hundirme en la góndola de los quinientos pesos, donde nadé en una marea de cintas. Desde cantos religiosos ortodoxos hasta una casi histórica grabación de Diva se me venían en olas sonoras. Un buen montón de nombres chantas, actos fallidos de la canción pop interplanetaria, rebalsaban la canasta. Al final de la exploración, me quedé con un par de ejemplares de buen blues. Por luca me hice de un Howlin`Wolf notable (London Sessions), y un registro de 1935 de Blind Boy Fuller. Joyas.
Y bien entonces. El tema es la obsolescencia. Escribo esto mientras la nobleza del caset despliega su equipaje acústico. No soy de los que cree que todo tiempo pasado fue mejor, y menos en cuanto a tecnología. Pero el cuento es cómo uno se deja llevar por la vorágine de la novedad y da por cerradas etapas que aún viven y respiran. El caset tiene su montón de imperfecciones, pero es claro que todos tenemos por allí registros imprescindibles que en una de esas no nos atrevemos a tocar de nuevo por miedo a aparecer como obsoletos, Confiamos en que el CD suena mejor, o que el DVD trae más cosas y toda esa parafernalia que cada cierto tiempo nos venden.
El avance tecnológico, su oferta y su demanda, provocan una ventolera que lleva y trae verdades que duran lo que dura un comercial. Uno, como simple peatón, trata de que tener registros, documentos, en definitiva, busca la posibilidad de repetir una y otra vez la experiencia, la sensación, el raspado del momento.
Y a la hora del balance, la fidelidad de lo que sale por los parlantes no es lo más importante. Los desafío a ir y tomar alguna de las viejas grabaciones, algún pirateo de la radio, la copia trucha de ese disco inmortal en una cinta que aún se resiste a morir, y ver si el sentimiento original no se revive en cada vuelta del caset.
Quizás el mayor problema sea cómo se comporta el mercado con respecto a esto. Es decir, se inventan y se inventan formatos, desde los cilindros de cera de Edison hasta las memorias flash de hoy, y se registran y se registran datos. Y el mercado, suavemente mecido por las generaciones que pasan y pasan, deja abandonados los formatos, las maneras y los materiales en los que se graba.
Con el caset tenemos suerte: aún quedan cientos de miles de aparatos para escucharlos, pero con los vinilos ya es difícil. Y cosas más raras ya están declaradamente en extinción: cintas de carrete abierto, cartridges de audio, laser disc, betamax y otros bichos raros esperan en archivos secretos la máquina que venga a redimirlos.
Aún nos falta reinventar los grandes registros que han durado cientos de años, y no me refiero sólo al sonido, sino que a la información en su estado más básico y poderoso, que sigue siendo el texto. Una piedra grabada hace miles de años, una estela funeraria en metal o en cerámica, aún pueden ser examinadas. Un libro impreso en 1945 se puede leer sin dificultades abrumadoras. ¿Puedes escuchar un disco de la misma edad?
La duda está planteada, pero más bien a nivel de sociedad, de especie humana casi. Estamos empeñados en almacenar, pero eso lo hacemos para una posteridad cada vez más ilusoria. Quién sabe si en diez años más podremos leer los archivos que hoy grabamos en el computador. Ya hay casos de datos que quedaron obsoletos al estar en formatos y soportes que ya no están en uso. Entonces, con cada evolución hay que volver a transcribir todo y rapidito, esperando que la próxima vuelta nos pille preparados.
Mientras eso pasa, yo me paro a dar vuelta la cinta. Acaba de sonar el tema “Built for comfort”, y allá, en el lado B, me espera “Who´s been talking”. En la pantalla del Macintosh del 91 me espera este texto para que lo termine. Aún tenemos casetera, ciudadanos.

viernes, noviembre 04, 2005

Transantiago es para mejor...

Viene el tiempo y traga a los señores pasajeros que no saben dormirse de pie.

Yo tampoco puedo hacerlo. Agarrado a un fierro demasiado alto para mi tamaño de chileno, me tambaleo y trato de leer el libro fome que insisto en terminar.

Me di una semana para acostumbrarme a esta micro ultramoderna que pasa tarde mal y nunca, hermanos míos. ¿Será ese el límite de mi paciencia medio anarca?

Quién sabe. Pienso en el comercial en el que dos personas con caricaturesca voz de pobrecitos, (léase “flaites”), alaban las virtudes de los nuevos buses. Claro: así percibe la publicidad al usuario de micro promedio, como un personaje tipo “Cuatro dientes”, el miserable graciosito y con aguante. Eso seremos entonces.

En la tele hay otro comercial: dos abuelitas que ven pasar un bus en el paradero, lo encuentran tan cómodo y moderno, pero no se suben.

En serio, traté de creer en esto, tenía esperanzas en mejorar el maldito viaje en micro, pero hasta aquí, no pasa nada. De nada.

Me imagino a los expertos estudiando en imágenes satelitales todo el asunto, los recorridos, las frecuencias. Veo luminosas cifras y estadísticas que les explican este mundo y el otro. ¿Habrán andado alguna vez en micro como para darse una pequeña idea de cómo va el asunto?

En fin. El triste usuario de la micro sigue siendo el triste usuario de la micro, ahora más moderna. A los abuelitos les cuesta menos subir a las máquinas, pero una vez arriba es mucho más difícil encontrar asientos. Las ventanas son pequeñas, no entra viento suficiente, y no hay cortinas. Y de verdad que son muy altos para el promedio de estatura nuestra. Cuesta garrarse. Todos estos detallitos (mínimos para el entendimiento de cualquier subsecretario o estadista que se precie de tal), son parte de lo que se conoce como “ergonomía”. Estos busecitos funcionarán muy bien en Rótterdam o en Paris, con viajes más cortos y redes integradas, y gente más alta. Acá nos falta para el medio kilo.

El metro no está en el plan, por ejemplo. Entonces, cuando es tarde, y la frecuencia de las micros ya se ha ido a la cresta, no hay un tren que te acerque a la micro que si te sirve y que pasa hasta tarde. Le pregunté a un “conductor” (ex “chofer”), por el tiempo de espera de la bendita micro. “No más de 45 minutos en la noche” me respondió. Y ya me he visto esperando desde las once de la noche hasta un cuarto para las doce. Es delicioso.

Son muy avanzados, pero, ¿se preocupo alguien de adaptarlos a la realidad? Pienso en esas casas básicas en las cuales la gente se las arregla para meter una tele de 52 pulgadas. Estamos así, y los vecinos miran con envidia.

Desde la vereda, las micros se ven magníficas. Pero, el que sea valiente, que se mande un viaje, por ejemplo, en la 231, desde el hospital Dipreca hasta Maipú en hora punta. Y que no pueda agarrar asiento. Y que sea verano. A ver si son tan valientes.
Disculpen por la acidez, pero es lo que hay nomás. Sospecho que otra vez el emperador está en pelota. Pero no se preocupen. Acá no pasa nada. Es como ese personaje de la tele que, ante las desgracias que le pasaban, se limitaba a decir “no importa, es para mejor”.

miércoles, noviembre 02, 2005

Mecánica Popular

Desperdigada en galpones de hojalata y anchas veredas lodosas por la lluvia antepenúltima, la mecánica mantiene al mundo en marcha. Buses, camiones, autos y motos, todo el flujo de los tránsitos, tus viajes de ida y vuelta, pasan algún día por sitios así.

La mecánica es tan importante que a nadie le interesa. No la percibes hasta que no ves tu auto botando una columna de vapor a un costado de la calle, mientras los demás pasan por tu lado y miran con pena. Alguno insinúa un consejo gritado a la pasada (“es el bulbo”, o “revise la bobina”, o “módulo de encendido”) en fin, cosas así, tan llenas de “sabiduría pop” que casi te enternecen. Cuando la cosa anda otra vez sales en busca de la mecánica.

En esta mañana me paseo entre la bruma y los árboles decrépitamente firmes en su verdor gris. Fachadas continuas de casas que te hablan de terremotos. Aceras amplias para cobijar el juego de niños que a esta hora no se ven: estarán en sus colegios húmedos, esperando que la campana de la tarde los libere. Sus abuelas salen a comprar el pan y cosas para el almuerzo.

Las calles son las mismas de su juventud y de la mía. Nadie reparó los hoyos. Nadie cerró boliches ni kioscos. Nadie logró espantar a los queltehues que nos sobrevuelan pidiendo sol. El cambio más visible es la cantidad de talleres mecánicos. No sé si será por los arriendos baratos o quizás por las veredas anchas que acogen a estos vehículos achacosos.

Llegué acá por recomendación de un taxista que dijo, mirándome a los ojos por el retrovisor: “el tío Monchito le puede arreglar su problema”. Me indicó someramente la dirección, y en un par de días me vi recorriendo estos alrededores hasta dar con él como a la quinta vuelta.

Media cuadra de necesitados alargó mi espera por este gurú. Pese a eso, el tiempo se hizo corto conversando e intercambiando experiencias con los otros averiados que, como yo, buscaban la salvación para sus tarros.

Así supe casi todo de Monchito. Su edad de oro fue en pleno boom de los Lada. Especializado en dicho auto, se hizo de fama y experiencia reparando las panas más increíbles de estos bichos ucranianos. Su nombre es conocido entre taxistas, ya que en son muchos los que han venido acá a ser beneficiados por su arte.

Ahora que ese tiempo se termina y que los coreanos y japoneses la llevan, Monchito se ha tenido que adaptar, recibiendo toda clase de coches. Esta mañana somos dos Lada contra media docena de autos de otras marcas.

Monchito se acerca al enfermo sin apuro. Mira, escucha profundamente cada ruido que sale del motor. No está dispuesto a soltar sus secretos. Su sereno silencio no admite mucho comentario. Con un atornillador y una llave de corona se pasea dando pequeños toques que hacen volver la máquina a una inestable normalidad. Busca algo en un tarro repleto de indescifrables piezas metálicas que juegan algún papel en este orden universal que se me escapa. Nada le distrae: ni mis nerviosas preguntas, ni mi torpe fumar, ni el estrepitoso Velvet Revolver que sale desde el fondo del taller.

Allá, sus ayudantes más jóvenes parecen pasarlo mejor que nadie. Entre risas, desbaratan un furgón escolar que no deja de dar humo. Monchito ni pestañea, y este mundo se resigna y deja hacer a los que saben. Los demás que esperemos y sepamos tener serenidad.

Después de un rato casi largo, Monchito susurra su diagnóstico. Hay de todo: chicleres de alta, algo con las válvulas, cables de bujías y, como no, un cambio de catalítico. El costo final no es tan alto como esperaba. Parto a comprar repuestos.

Trepo al auto, que ahora corcovea menos y no da vapor en cada semáforo. Subo el volumen de la radio para que canten juntos el Motor, el Alma y la Sangre y cruzo Santiago por la Alameda de allá para acá, juntando partes de este puzzle que Monchito armará mañana.

Entonces algo se salva. Cuando las piezas calcen, saldré con mis amadas a dar un paseo por estas carreteras obscenamente nuevas, donde otros ángeles dementes buscarán su norte en autos más caros. Nosotros cantaremos la canción del viaje, la melodía esa que nos tranquiliza, mientras la máquina sanada por Monchito hace lo suyo, llevándonos de sueño en sueño.