Transantiago es para mejor...
Viene el tiempo y traga a los señores pasajeros que no saben dormirse de pie.
Yo tampoco puedo hacerlo. Agarrado a un fierro demasiado alto para mi tamaño de chileno, me tambaleo y trato de leer el libro fome que insisto en terminar.
Me di una semana para acostumbrarme a esta micro ultramoderna que pasa tarde mal y nunca, hermanos míos. ¿Será ese el límite de mi paciencia medio anarca?
Quién sabe. Pienso en el comercial en el que dos personas con caricaturesca voz de pobrecitos, (léase “flaites”), alaban las virtudes de los nuevos buses. Claro: así percibe la publicidad al usuario de micro promedio, como un personaje tipo “Cuatro dientes”, el miserable graciosito y con aguante. Eso seremos entonces.
En la tele hay otro comercial: dos abuelitas que ven pasar un bus en el paradero, lo encuentran tan cómodo y moderno, pero no se suben.
En serio, traté de creer en esto, tenía esperanzas en mejorar el maldito viaje en micro, pero hasta aquí, no pasa nada. De nada.
Me imagino a los expertos estudiando en imágenes satelitales todo el asunto, los recorridos, las frecuencias. Veo luminosas cifras y estadísticas que les explican este mundo y el otro. ¿Habrán andado alguna vez en micro como para darse una pequeña idea de cómo va el asunto?
En fin. El triste usuario de la micro sigue siendo el triste usuario de la micro, ahora más moderna. A los abuelitos les cuesta menos subir a las máquinas, pero una vez arriba es mucho más difícil encontrar asientos. Las ventanas son pequeñas, no entra viento suficiente, y no hay cortinas. Y de verdad que son muy altos para el promedio de estatura nuestra. Cuesta garrarse. Todos estos detallitos (mínimos para el entendimiento de cualquier subsecretario o estadista que se precie de tal), son parte de lo que se conoce como “ergonomía”. Estos busecitos funcionarán muy bien en Rótterdam o en Paris, con viajes más cortos y redes integradas, y gente más alta. Acá nos falta para el medio kilo.
El metro no está en el plan, por ejemplo. Entonces, cuando es tarde, y la frecuencia de las micros ya se ha ido a la cresta, no hay un tren que te acerque a la micro que si te sirve y que pasa hasta tarde. Le pregunté a un “conductor” (ex “chofer”), por el tiempo de espera de la bendita micro. “No más de 45 minutos en la noche” me respondió. Y ya me he visto esperando desde las once de la noche hasta un cuarto para las doce. Es delicioso.
Son muy avanzados, pero, ¿se preocupo alguien de adaptarlos a la realidad? Pienso en esas casas básicas en las cuales la gente se las arregla para meter una tele de 52 pulgadas. Estamos así, y los vecinos miran con envidia.
Desde la vereda, las micros se ven magníficas. Pero, el que sea valiente, que se mande un viaje, por ejemplo, en la 231, desde el hospital Dipreca hasta Maipú en hora punta. Y que no pueda agarrar asiento. Y que sea verano. A ver si son tan valientes.
Disculpen por la acidez, pero es lo que hay nomás. Sospecho que otra vez el emperador está en pelota. Pero no se preocupen. Acá no pasa nada. Es como ese personaje de la tele que, ante las desgracias que le pasaban, se limitaba a decir “no importa, es para mejor”.
Yo tampoco puedo hacerlo. Agarrado a un fierro demasiado alto para mi tamaño de chileno, me tambaleo y trato de leer el libro fome que insisto en terminar.
Me di una semana para acostumbrarme a esta micro ultramoderna que pasa tarde mal y nunca, hermanos míos. ¿Será ese el límite de mi paciencia medio anarca?
Quién sabe. Pienso en el comercial en el que dos personas con caricaturesca voz de pobrecitos, (léase “flaites”), alaban las virtudes de los nuevos buses. Claro: así percibe la publicidad al usuario de micro promedio, como un personaje tipo “Cuatro dientes”, el miserable graciosito y con aguante. Eso seremos entonces.
En la tele hay otro comercial: dos abuelitas que ven pasar un bus en el paradero, lo encuentran tan cómodo y moderno, pero no se suben.
En serio, traté de creer en esto, tenía esperanzas en mejorar el maldito viaje en micro, pero hasta aquí, no pasa nada. De nada.
Me imagino a los expertos estudiando en imágenes satelitales todo el asunto, los recorridos, las frecuencias. Veo luminosas cifras y estadísticas que les explican este mundo y el otro. ¿Habrán andado alguna vez en micro como para darse una pequeña idea de cómo va el asunto?
En fin. El triste usuario de la micro sigue siendo el triste usuario de la micro, ahora más moderna. A los abuelitos les cuesta menos subir a las máquinas, pero una vez arriba es mucho más difícil encontrar asientos. Las ventanas son pequeñas, no entra viento suficiente, y no hay cortinas. Y de verdad que son muy altos para el promedio de estatura nuestra. Cuesta garrarse. Todos estos detallitos (mínimos para el entendimiento de cualquier subsecretario o estadista que se precie de tal), son parte de lo que se conoce como “ergonomía”. Estos busecitos funcionarán muy bien en Rótterdam o en Paris, con viajes más cortos y redes integradas, y gente más alta. Acá nos falta para el medio kilo.
El metro no está en el plan, por ejemplo. Entonces, cuando es tarde, y la frecuencia de las micros ya se ha ido a la cresta, no hay un tren que te acerque a la micro que si te sirve y que pasa hasta tarde. Le pregunté a un “conductor” (ex “chofer”), por el tiempo de espera de la bendita micro. “No más de 45 minutos en la noche” me respondió. Y ya me he visto esperando desde las once de la noche hasta un cuarto para las doce. Es delicioso.
Son muy avanzados, pero, ¿se preocupo alguien de adaptarlos a la realidad? Pienso en esas casas básicas en las cuales la gente se las arregla para meter una tele de 52 pulgadas. Estamos así, y los vecinos miran con envidia.
Desde la vereda, las micros se ven magníficas. Pero, el que sea valiente, que se mande un viaje, por ejemplo, en la 231, desde el hospital Dipreca hasta Maipú en hora punta. Y que no pueda agarrar asiento. Y que sea verano. A ver si son tan valientes.
Disculpen por la acidez, pero es lo que hay nomás. Sospecho que otra vez el emperador está en pelota. Pero no se preocupen. Acá no pasa nada. Es como ese personaje de la tele que, ante las desgracias que le pasaban, se limitaba a decir “no importa, es para mejor”.
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