Mi No
La noche de mi propio No la viví trabajando. En ese tiempo mi pega era cargar camiones para la Empresa de Correos, que es la encargada de transportar el material electoral. Debido a eso, nos citaron para que la noche misma del 5 de octubre estuviésemos “acuartelados” a la espera del fin del plebiscito, para ir a retirar los votos y las actas a los lugares de votación. La citación, totalmente fuera del horario normal de trabajo, fue hecha a la rápida y sin mucha ceremonia por el Cabeza de Lata, jefe directo, en su habitual estilo entre ladrado y susurrado. Yo le discutí un poco, alegando la ilegalidad, pero en la noche igual estuve presente, después de cruzar una ciudad nerviosa y vigilada.
Debido a la agitación nocturna, nuestra salida se fue demorando. En la Clasificadora de Correos de calle Exposición, lugar de partida, las horas se hicieron largas. Mientras algunos jugaban a la pichanga entre los camiones estacionados, otros escuchaban radio esperando el resultado. Cuando en un despacho noticioso el general Mathei reconoció el triunfo de la oposición, hubo una leve celebración. Luego, el peloteo continuó como si nada. Ganaron los pionetas por diez a siete contra los operarios del segundo piso.
Debido a que fue una noche de agitación por el jolgorio callejero, no salimos sino como a las cinco de la mañana del día 6 a cumplir nuestra misión. Lo hicimos escoltados por furgones de carabineros. Adormilados, nos desperdigamos por la ciudad.
El primer lugar de votación fue el de la FISA. Allí, los conscriptos de la Fuerza Aérea que nos abrieron el portón para ingresar nos preguntaron quién había ganado. Cuando lo supieron, hubo una especie de festejo contenido.
Siguiendo una ruta ilógica y discontinua, poco a poco el camión se fue llenando de sacos. La mañana transcurrió rápido. Como a las diez andábamos por Pudahuel, donde aún humeaban los restos de la celebración. Un policía, asándose con su chaleco antibalas, me metía conversación y me convidaba de su sándwich. Era una de esas conversaciones políticas entre gente del montón, llenas de lugares comunes y buenas intenciones. El paco no veía mayor cambio en su futuro. “Hay que trabajar igual”, decía, mientras abrazaba su Uzi reluciente.
No sé cómo, después de mucho rato, llegamos a San Bernardo, culminando una vuelta enorme y demente. Allí el camión ya no daba para más. Metimos carga hasta en la cabina. La comisaría de allá se puso con un furgón grande, que también llenamos con sacas. Al no haber espacio para los pionetas (como yo), iniciamos el viaje de regreso a Santiago conmigo en un radiopatrullas. Destino: el correo 21, en Moneda con Bandera.
Con balizas y sirenas encendidas, a toda velocidad por la Norte Sur, ingresamos al centro. Con el viento en la cara, recordaba otros viajes en vehículos policiales, más incómodos que este. Con los pacos no parábamos de echar la talla.
Llegamos al correo por San Diego. La muchedumbre estaba desperdigada, celebrando la derrota del SI. Se oía el eco de consignas, cantos y explosiones de aplausos. Una especie de alegre despelote trataba de apoderarse de las calles por donde pasábamos, ya a menor velocidad.
Yo seguía asomado a la ventana, chascón, sudoroso y con cara de carrete. Alguna gente, al verme en el radiopatrulla, gritaba al pasar “suéltenlo, suéltenlo” y los pacos y yo nos reíamos por la equivocación.
La caravana se detuvo frente a la oficina 21, haciendo cola detrás de otras decenas de camiones. Mientras esperábamos el turno para descargar, las manifestaciones se acercaban a nuestra zona. Yo me quedé un rato en el radiopatrullas, solo, mirando el entorno agitado. Los pacos se bajaron y se alinearon tratando de mantener una isla de orden en esta vereda.
Por primera vez vi el piso del vehículo, donde había, en perfecto desorden, un pequeño arsenal policial. Granadas de mano, proyectiles lacrimógenos, cargadores y una escopeta recortada se peleaban el espacio con mis pies cansados.
Desde la calle, se acerca uno de los pacos, agitado, y me dice “pásame unas granadas”. Yo tomo al azar un par de los cilindros grises y se los alcanzo por la ventanilla abierta. El tipo lo toma y se larga una carrera al encuentro de la muchedumbre. Con un gesto rutinario y certero, le quita el seguro, espera un par de segundos y arroja el explosivo contra la masa. Luego, el rutinario humo verde disuelve por un tiempo la multitud, que se aleja del lugar sin dar mucha pelea.
Mi jornada de trabajo terminó como a las cuatro de la tarde. Suficientemente aporreado por la pega, me despido afectuoso de cada uno de los pacos, que emiten un olor picante y lloroso. Ellos también están cansados. Compartimos las mismas ojeras y el sudor en el cuello. Yo me retiro a mi casa, ellos están acuartelados, así que su función siguió por mucho rato más.
Al otro día, ya descansado, me presenté en la clasificadora a hablar con el Cabeza de Lata. Repetí más menos el mismo discurso de un par de días atrás, le hable de ilegalidades y otras fantasías. Renuncié a la pega en un par de minutos. Parece que se lo esperaban, porque me despacharon luego y sin dolor. Nos dimos la mano, luego salí contento por Exposición rumbo al Persa Estación Central, con un delgado sobre con plata. Ya era siete de octubre. Hacía calor.
Debido a la agitación nocturna, nuestra salida se fue demorando. En la Clasificadora de Correos de calle Exposición, lugar de partida, las horas se hicieron largas. Mientras algunos jugaban a la pichanga entre los camiones estacionados, otros escuchaban radio esperando el resultado. Cuando en un despacho noticioso el general Mathei reconoció el triunfo de la oposición, hubo una leve celebración. Luego, el peloteo continuó como si nada. Ganaron los pionetas por diez a siete contra los operarios del segundo piso.
Debido a que fue una noche de agitación por el jolgorio callejero, no salimos sino como a las cinco de la mañana del día 6 a cumplir nuestra misión. Lo hicimos escoltados por furgones de carabineros. Adormilados, nos desperdigamos por la ciudad.
El primer lugar de votación fue el de la FISA. Allí, los conscriptos de la Fuerza Aérea que nos abrieron el portón para ingresar nos preguntaron quién había ganado. Cuando lo supieron, hubo una especie de festejo contenido.
Siguiendo una ruta ilógica y discontinua, poco a poco el camión se fue llenando de sacos. La mañana transcurrió rápido. Como a las diez andábamos por Pudahuel, donde aún humeaban los restos de la celebración. Un policía, asándose con su chaleco antibalas, me metía conversación y me convidaba de su sándwich. Era una de esas conversaciones políticas entre gente del montón, llenas de lugares comunes y buenas intenciones. El paco no veía mayor cambio en su futuro. “Hay que trabajar igual”, decía, mientras abrazaba su Uzi reluciente.
No sé cómo, después de mucho rato, llegamos a San Bernardo, culminando una vuelta enorme y demente. Allí el camión ya no daba para más. Metimos carga hasta en la cabina. La comisaría de allá se puso con un furgón grande, que también llenamos con sacas. Al no haber espacio para los pionetas (como yo), iniciamos el viaje de regreso a Santiago conmigo en un radiopatrullas. Destino: el correo 21, en Moneda con Bandera.
Con balizas y sirenas encendidas, a toda velocidad por la Norte Sur, ingresamos al centro. Con el viento en la cara, recordaba otros viajes en vehículos policiales, más incómodos que este. Con los pacos no parábamos de echar la talla.
Llegamos al correo por San Diego. La muchedumbre estaba desperdigada, celebrando la derrota del SI. Se oía el eco de consignas, cantos y explosiones de aplausos. Una especie de alegre despelote trataba de apoderarse de las calles por donde pasábamos, ya a menor velocidad.
Yo seguía asomado a la ventana, chascón, sudoroso y con cara de carrete. Alguna gente, al verme en el radiopatrulla, gritaba al pasar “suéltenlo, suéltenlo” y los pacos y yo nos reíamos por la equivocación.
La caravana se detuvo frente a la oficina 21, haciendo cola detrás de otras decenas de camiones. Mientras esperábamos el turno para descargar, las manifestaciones se acercaban a nuestra zona. Yo me quedé un rato en el radiopatrullas, solo, mirando el entorno agitado. Los pacos se bajaron y se alinearon tratando de mantener una isla de orden en esta vereda.
Por primera vez vi el piso del vehículo, donde había, en perfecto desorden, un pequeño arsenal policial. Granadas de mano, proyectiles lacrimógenos, cargadores y una escopeta recortada se peleaban el espacio con mis pies cansados.
Desde la calle, se acerca uno de los pacos, agitado, y me dice “pásame unas granadas”. Yo tomo al azar un par de los cilindros grises y se los alcanzo por la ventanilla abierta. El tipo lo toma y se larga una carrera al encuentro de la muchedumbre. Con un gesto rutinario y certero, le quita el seguro, espera un par de segundos y arroja el explosivo contra la masa. Luego, el rutinario humo verde disuelve por un tiempo la multitud, que se aleja del lugar sin dar mucha pelea.
Mi jornada de trabajo terminó como a las cuatro de la tarde. Suficientemente aporreado por la pega, me despido afectuoso de cada uno de los pacos, que emiten un olor picante y lloroso. Ellos también están cansados. Compartimos las mismas ojeras y el sudor en el cuello. Yo me retiro a mi casa, ellos están acuartelados, así que su función siguió por mucho rato más.
Al otro día, ya descansado, me presenté en la clasificadora a hablar con el Cabeza de Lata. Repetí más menos el mismo discurso de un par de días atrás, le hable de ilegalidades y otras fantasías. Renuncié a la pega en un par de minutos. Parece que se lo esperaban, porque me despacharon luego y sin dolor. Nos dimos la mano, luego salí contento por Exposición rumbo al Persa Estación Central, con un delgado sobre con plata. Ya era siete de octubre. Hacía calor.
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