Mecánica Popular
Desperdigada en galpones de hojalata y anchas veredas lodosas por la lluvia antepenúltima, la mecánica mantiene al mundo en marcha. Buses, camiones, autos y motos, todo el flujo de los tránsitos, tus viajes de ida y vuelta, pasan algún día por sitios así.
La mecánica es tan importante que a nadie le interesa. No la percibes hasta que no ves tu auto botando una columna de vapor a un costado de la calle, mientras los demás pasan por tu lado y miran con pena. Alguno insinúa un consejo gritado a la pasada (“es el bulbo”, o “revise la bobina”, o “módulo de encendido”) en fin, cosas así, tan llenas de “sabiduría pop” que casi te enternecen. Cuando la cosa anda otra vez sales en busca de la mecánica.
En esta mañana me paseo entre la bruma y los árboles decrépitamente firmes en su verdor gris. Fachadas continuas de casas que te hablan de terremotos. Aceras amplias para cobijar el juego de niños que a esta hora no se ven: estarán en sus colegios húmedos, esperando que la campana de la tarde los libere. Sus abuelas salen a comprar el pan y cosas para el almuerzo.
Las calles son las mismas de su juventud y de la mía. Nadie reparó los hoyos. Nadie cerró boliches ni kioscos. Nadie logró espantar a los queltehues que nos sobrevuelan pidiendo sol. El cambio más visible es la cantidad de talleres mecánicos. No sé si será por los arriendos baratos o quizás por las veredas anchas que acogen a estos vehículos achacosos.
Llegué acá por recomendación de un taxista que dijo, mirándome a los ojos por el retrovisor: “el tío Monchito le puede arreglar su problema”. Me indicó someramente la dirección, y en un par de días me vi recorriendo estos alrededores hasta dar con él como a la quinta vuelta.
Media cuadra de necesitados alargó mi espera por este gurú. Pese a eso, el tiempo se hizo corto conversando e intercambiando experiencias con los otros averiados que, como yo, buscaban la salvación para sus tarros.
Así supe casi todo de Monchito. Su edad de oro fue en pleno boom de los Lada. Especializado en dicho auto, se hizo de fama y experiencia reparando las panas más increíbles de estos bichos ucranianos. Su nombre es conocido entre taxistas, ya que en son muchos los que han venido acá a ser beneficiados por su arte.
Ahora que ese tiempo se termina y que los coreanos y japoneses la llevan, Monchito se ha tenido que adaptar, recibiendo toda clase de coches. Esta mañana somos dos Lada contra media docena de autos de otras marcas.
Monchito se acerca al enfermo sin apuro. Mira, escucha profundamente cada ruido que sale del motor. No está dispuesto a soltar sus secretos. Su sereno silencio no admite mucho comentario. Con un atornillador y una llave de corona se pasea dando pequeños toques que hacen volver la máquina a una inestable normalidad. Busca algo en un tarro repleto de indescifrables piezas metálicas que juegan algún papel en este orden universal que se me escapa. Nada le distrae: ni mis nerviosas preguntas, ni mi torpe fumar, ni el estrepitoso Velvet Revolver que sale desde el fondo del taller.
Allá, sus ayudantes más jóvenes parecen pasarlo mejor que nadie. Entre risas, desbaratan un furgón escolar que no deja de dar humo. Monchito ni pestañea, y este mundo se resigna y deja hacer a los que saben. Los demás que esperemos y sepamos tener serenidad.
Después de un rato casi largo, Monchito susurra su diagnóstico. Hay de todo: chicleres de alta, algo con las válvulas, cables de bujías y, como no, un cambio de catalítico. El costo final no es tan alto como esperaba. Parto a comprar repuestos.
Trepo al auto, que ahora corcovea menos y no da vapor en cada semáforo. Subo el volumen de la radio para que canten juntos el Motor, el Alma y la Sangre y cruzo Santiago por la Alameda de allá para acá, juntando partes de este puzzle que Monchito armará mañana.
Entonces algo se salva. Cuando las piezas calcen, saldré con mis amadas a dar un paseo por estas carreteras obscenamente nuevas, donde otros ángeles dementes buscarán su norte en autos más caros. Nosotros cantaremos la canción del viaje, la melodía esa que nos tranquiliza, mientras la máquina sanada por Monchito hace lo suyo, llevándonos de sueño en sueño.
La mecánica es tan importante que a nadie le interesa. No la percibes hasta que no ves tu auto botando una columna de vapor a un costado de la calle, mientras los demás pasan por tu lado y miran con pena. Alguno insinúa un consejo gritado a la pasada (“es el bulbo”, o “revise la bobina”, o “módulo de encendido”) en fin, cosas así, tan llenas de “sabiduría pop” que casi te enternecen. Cuando la cosa anda otra vez sales en busca de la mecánica.
En esta mañana me paseo entre la bruma y los árboles decrépitamente firmes en su verdor gris. Fachadas continuas de casas que te hablan de terremotos. Aceras amplias para cobijar el juego de niños que a esta hora no se ven: estarán en sus colegios húmedos, esperando que la campana de la tarde los libere. Sus abuelas salen a comprar el pan y cosas para el almuerzo.
Las calles son las mismas de su juventud y de la mía. Nadie reparó los hoyos. Nadie cerró boliches ni kioscos. Nadie logró espantar a los queltehues que nos sobrevuelan pidiendo sol. El cambio más visible es la cantidad de talleres mecánicos. No sé si será por los arriendos baratos o quizás por las veredas anchas que acogen a estos vehículos achacosos.
Llegué acá por recomendación de un taxista que dijo, mirándome a los ojos por el retrovisor: “el tío Monchito le puede arreglar su problema”. Me indicó someramente la dirección, y en un par de días me vi recorriendo estos alrededores hasta dar con él como a la quinta vuelta.
Media cuadra de necesitados alargó mi espera por este gurú. Pese a eso, el tiempo se hizo corto conversando e intercambiando experiencias con los otros averiados que, como yo, buscaban la salvación para sus tarros.
Así supe casi todo de Monchito. Su edad de oro fue en pleno boom de los Lada. Especializado en dicho auto, se hizo de fama y experiencia reparando las panas más increíbles de estos bichos ucranianos. Su nombre es conocido entre taxistas, ya que en son muchos los que han venido acá a ser beneficiados por su arte.
Ahora que ese tiempo se termina y que los coreanos y japoneses la llevan, Monchito se ha tenido que adaptar, recibiendo toda clase de coches. Esta mañana somos dos Lada contra media docena de autos de otras marcas.
Monchito se acerca al enfermo sin apuro. Mira, escucha profundamente cada ruido que sale del motor. No está dispuesto a soltar sus secretos. Su sereno silencio no admite mucho comentario. Con un atornillador y una llave de corona se pasea dando pequeños toques que hacen volver la máquina a una inestable normalidad. Busca algo en un tarro repleto de indescifrables piezas metálicas que juegan algún papel en este orden universal que se me escapa. Nada le distrae: ni mis nerviosas preguntas, ni mi torpe fumar, ni el estrepitoso Velvet Revolver que sale desde el fondo del taller.
Allá, sus ayudantes más jóvenes parecen pasarlo mejor que nadie. Entre risas, desbaratan un furgón escolar que no deja de dar humo. Monchito ni pestañea, y este mundo se resigna y deja hacer a los que saben. Los demás que esperemos y sepamos tener serenidad.
Después de un rato casi largo, Monchito susurra su diagnóstico. Hay de todo: chicleres de alta, algo con las válvulas, cables de bujías y, como no, un cambio de catalítico. El costo final no es tan alto como esperaba. Parto a comprar repuestos.
Trepo al auto, que ahora corcovea menos y no da vapor en cada semáforo. Subo el volumen de la radio para que canten juntos el Motor, el Alma y la Sangre y cruzo Santiago por la Alameda de allá para acá, juntando partes de este puzzle que Monchito armará mañana.
Entonces algo se salva. Cuando las piezas calcen, saldré con mis amadas a dar un paseo por estas carreteras obscenamente nuevas, donde otros ángeles dementes buscarán su norte en autos más caros. Nosotros cantaremos la canción del viaje, la melodía esa que nos tranquiliza, mientras la máquina sanada por Monchito hace lo suyo, llevándonos de sueño en sueño.
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