Peinando la muñeca
En un viaje que ya me toma años, no dejo de dar vueltas por Santiago. Sigo la misma ruta obstinada que va de la casa al trabajo en subida y en bajada, de un sitio a otro, en un río humano que apenas se roza, apenas se mira, apenas se oye.
Yo hago mi parte en ese mutuo ignorarse, y me blindo con audífonos, con libros, con cuadernos. He visto inviernos crudamente asesinados por primaveras displicentes. He visto avenidas casi bombardeadas. He visto gente en todas las veredas, en plazas; gente esperando frente al semáforo.
He visto mi rostro adormecido reflejándose en vitrinas que pasan y se pierden, mientras mi viaje se alarga y se retuerce sobre sí mismo.
Y bien. Hay cosas insignificantes que no dejan de asombrarme. Una de esas, quizás la más persistente, es la cantidad de personas que he visto y sigo viendo hablando solas en la calle.
A estas alturas mi observación se ha hecho más aguda, con lo cual descarto de partida a unos cuantos que dan una impresión engañosa.
Primero los que van con fonos, tarareando despreocupados mientras avanzan. La música de sus oídos egoístas justifica su don de lenguas. Esa melodía no solo mueve sus labios; también caminan al ritmo que les dicte el audio. Oír es entonces parte del andar, del ir y perderse por la esquina esa.
Luego están los que hablan por celular usando el “manos libres”. Son parientes de los anteriores. Un aparato los conecta con otro plano de la realidad, alguna voz que les susurra cifras, datos, direcciones o simples pelambres. Un oído fraterno y bien sintonizado para desahogar las penas de hoy, para aclarar la duda que hace lento el transitar.
A los de la radio y los del celular los delata el cable. Una vez descubierto, pierdo todo interés en ellos. Sólo quedan los que pura y simplemente van por la vida peinando la muñeca, su muñeca, hablándole sin mucho disimulo, contando historias largas por un par de cuadras, con la mirada fija en el siguiente paso y el próximo verbo.
La expresión es útil: “peinar la muñeca”. No sé de dónde viene, pero considero que se ajusta bien a eso de hablar de todo con nadie. La muñeca en cuestión irá escondida en el bolsillo del caballero, en la cartera de la dama.
No hay día en que no descubra por lo menos a uno de estos, hablando solo en el abandono de la muchedumbre. Trato de imaginar qué dicen, a quién se dirigen, qué piden o prometen en su cuchicheo.
Me imagino que unos cuantos rezarán largas confesiones al dios de turno en su cabeza. Así, van por la ciudad acompañados de una voz y un oído eterno e interno que les hace andar seguros, como llevados de la mano mientras le cuentan al papá las cosas del día.
Por otro lado estarán los que van inmersos en sus propios asuntos, obligados a repasar en voz baja el devenir de sus atados y sus números. Sacan cuentas y más cuentas, tratando de que algo en la billetera les cuadre. O van por ahí suponiendo que si no hubiese un nefasto ayer, hoy no estarían deletreando pedazos de vida, tratando de recomponer un rompecabezas al que ya le faltan varias piezas.
A veces coincido con alguno de estos, en una cercanía casi viciosa. Por ejemplo, el ascensor. Allí, cobijado en el ronroneo electromecánico del sube y baja, el susurro obseso del peinador de muñeca se impone a todo lo demás. No hay palabras: apenas son retazos de sonido humano, un discurso desgajado y tierno que otro entenderá. Luego, las puertas se abren y el murmurador se baja. Entonces quedo solo en el elevador. Allí en frente está mi rostro adormecido en el espejo. Me miro fijamente a los ojos, comienzo a hablar.
Yo hago mi parte en ese mutuo ignorarse, y me blindo con audífonos, con libros, con cuadernos. He visto inviernos crudamente asesinados por primaveras displicentes. He visto avenidas casi bombardeadas. He visto gente en todas las veredas, en plazas; gente esperando frente al semáforo.
He visto mi rostro adormecido reflejándose en vitrinas que pasan y se pierden, mientras mi viaje se alarga y se retuerce sobre sí mismo.
Y bien. Hay cosas insignificantes que no dejan de asombrarme. Una de esas, quizás la más persistente, es la cantidad de personas que he visto y sigo viendo hablando solas en la calle.
A estas alturas mi observación se ha hecho más aguda, con lo cual descarto de partida a unos cuantos que dan una impresión engañosa.
Primero los que van con fonos, tarareando despreocupados mientras avanzan. La música de sus oídos egoístas justifica su don de lenguas. Esa melodía no solo mueve sus labios; también caminan al ritmo que les dicte el audio. Oír es entonces parte del andar, del ir y perderse por la esquina esa.
Luego están los que hablan por celular usando el “manos libres”. Son parientes de los anteriores. Un aparato los conecta con otro plano de la realidad, alguna voz que les susurra cifras, datos, direcciones o simples pelambres. Un oído fraterno y bien sintonizado para desahogar las penas de hoy, para aclarar la duda que hace lento el transitar.
A los de la radio y los del celular los delata el cable. Una vez descubierto, pierdo todo interés en ellos. Sólo quedan los que pura y simplemente van por la vida peinando la muñeca, su muñeca, hablándole sin mucho disimulo, contando historias largas por un par de cuadras, con la mirada fija en el siguiente paso y el próximo verbo.
La expresión es útil: “peinar la muñeca”. No sé de dónde viene, pero considero que se ajusta bien a eso de hablar de todo con nadie. La muñeca en cuestión irá escondida en el bolsillo del caballero, en la cartera de la dama.
No hay día en que no descubra por lo menos a uno de estos, hablando solo en el abandono de la muchedumbre. Trato de imaginar qué dicen, a quién se dirigen, qué piden o prometen en su cuchicheo.
Me imagino que unos cuantos rezarán largas confesiones al dios de turno en su cabeza. Así, van por la ciudad acompañados de una voz y un oído eterno e interno que les hace andar seguros, como llevados de la mano mientras le cuentan al papá las cosas del día.
Por otro lado estarán los que van inmersos en sus propios asuntos, obligados a repasar en voz baja el devenir de sus atados y sus números. Sacan cuentas y más cuentas, tratando de que algo en la billetera les cuadre. O van por ahí suponiendo que si no hubiese un nefasto ayer, hoy no estarían deletreando pedazos de vida, tratando de recomponer un rompecabezas al que ya le faltan varias piezas.
A veces coincido con alguno de estos, en una cercanía casi viciosa. Por ejemplo, el ascensor. Allí, cobijado en el ronroneo electromecánico del sube y baja, el susurro obseso del peinador de muñeca se impone a todo lo demás. No hay palabras: apenas son retazos de sonido humano, un discurso desgajado y tierno que otro entenderá. Luego, las puertas se abren y el murmurador se baja. Entonces quedo solo en el elevador. Allí en frente está mi rostro adormecido en el espejo. Me miro fijamente a los ojos, comienzo a hablar.
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