Entre pequeñas gigantes y niños invisibles que salen a la luz, el verano aún no se decide a terminar de calcinarnos. Pero el sol no deja de intentarlo a cada rato. Entonces la luz hiere y duele, y para salir a la calle hay que tener el cuero duro.
Y bien: allá se viene, recortándose contra el horizonte, la muñeca hecha en Francia con su sereno bamboleo de cabeza, mirando placida a un lado y al otro.
El espectáculo tiene varias capas. La más evidente es ella misma, qué duda cabe, pelándole el protagonismo a los edificios de espejos (que la multiplican) y los árboles que sobreviven al progreso (ellos la ocultan).
Luego, a otro nivel, el tumulto cada vez más grande la persigue, obstruyendo calles, desbordando todas las barreras y provocando de pasada un taco de aquellos.
El atochamiento provoca otras reacciones: la de aquellos que no quieren saber nada con este tipo de cultura, es decir, la que sale a la calle, gratis más encima, y convoca a la multitud desordenada, estorbando pegas y negocios. Eso no puede ser cultura. Queremos que el teatro vuelva a sus salas, sus recintos, sus aulas, sus jaulas.
La capa televisiva de todo esto es la menos interesante, la que se desvanece de golpe entre despachos en directo palabreros y el zapping que ordena pasar de largo hasta la próxima tanda comercial. Entre las grietas de la realidad, la pantalla se las arregla para colar su glamorosa fantasía digital, que en todo caso no tiene nada que ver con los minutos que la Muñeca ocupa en los noticiarios.
En cualquier caso, lo que más podemos ver es una cantidad de niños, niños y más niños por todos lados. Como si hubiesen sido súbitamente liberados de alguna prisión, los chicos salen a todas las calles donde la Pequeña Gigante despliega su cacería y la siguen, casi hipnotizados por sus largos metros de estatura. Ellos buscan a la descomunal y tierna cazadora para darle una mirada, para cubrirse con su sombra o para delatar al rinoceronte que hace de las suyas en las avenidas. La realidad y la verdad quedan suspendidas en el aire, como nubes sin lluvia, mientras los chicos miran embobados el paso de la marioneta, acompañado de música y parafernalia.
En los momentos en que la muñeca duerme, los niños le hacen una guardia más o menos fiel. La miran respirar, le gritan y le silban para que despierte, o simplemente dan vueltas por ahí, esperando que la giganta abra sus ojos.
Mientras aguardan, no falta por ahí la pileta donde refugiarse del calor. Allá atrás del agua refrescante, la muñeca ni se ve. Y mientras no despierte, los chicos siguen en su chapoteo, olvidados totalmente de que anda un monstruo destruyendo buses a través de la ciudad. Qué les va a importar a ellos. Seguramente cuando la Pequeña cumpla su misión, los seguirán allí en lo suyo, riendo y jugando en su refrescante minuto líquido. Tienen su piscina gratis, mientras por allí duerme un juguete que al despertar los hará sonreír un poco. Con eso basta, con eso sobra.