A un metro de acá
No somos más que animales de otro sueño pero el metro, religiosamente, con su paso cada tres minutos nos despierta.
La ventolera de su llegada despeina a todos los desesperados que queremos que nos lleve desde aquí hacia otro sol menos manchado.
Las alamedas arriba de nosotros retumban como banda sonora atonal de la película que las cámaras de vigilancia filman todo el santo día.
Crecimos así, de estación en estación. Aburridos de oír la corrosiva música ambiental de andenes y vagones, nos fuimos comprando cada uno su par de fonos para así taponearnos las orejas y acarrear nuestras burbujas por la ciudad.
El metro de nuestra infancia creció, perforando y demoliendo avenidas y barrios para transportar más gente. El trazado de las líneas se desfiguró. La antigua cruz deforme de las líneas 1 y 2 mutó en lo que ahora se parece más a una red en el plano de Santiago.
Este tren pasó también a formar parte de los mitos nacionales. Junto a la bandera y el himno patrio más lindos, nuestro ferrocarril urbano supuestamente se anotó en los rankings mundiales como el más limpio y mejor cuidado por los usuarios.
A esta leyenda se sumaba otra. En dictadura el metro era uno de los espacios públicos más vigilados, como buen juguete de tirano. Entonces circulaba la versión de que en su música insípida ponían mensajes subliminales destinados a inducirnos a no botar papeles, a no rayar y a portarse de lo más bien. En fin, por las buenas o por las malas nos convencieron de que el metro hay que cuidarlo.
Pero los tiempos cambian, y después de todo ese respeto a muros, pisos y ventanas que nos enseñaron, ahora es la misma empresa la que ensucia sus territorios. Claro, esta vez no se trata de estampar un tag o una consigna política o algún mensaje fálico. Es sólo publicidad, monedas negocios varios.
La publicidad envuelve entero cada tren, escondiendo bajo su color autoadhesivo y omnipotente toda posibilidad de no recibir el mensaje, a menos que cierres los ojos. A tus pies un logotipo te saluda. A través de la ventana otra pieza gráfica te oculta a medias los rostros de los otros pasajeros. Allí arriba en el techo tampoco hay escapatoria. El eslogan está en la tierra, el cielo y en todo lugar.
Como enormes culebras en arriendo, los vagones salen desde el túnel hacia la estación, camuflados para la Guerra de las Colas.
¿Qué mensaje subliminal podemos suponer ahora saliendo por los parlantes? ¿Las teles en los andenes nos dirán algo más turbio de lo que creemos ver?
Se acaban las pilas de mi discman. Luego entra el ruido externo por las esponjas de los auriculares. No quiero ser tan mal pensado, ni creer que alguien insiste en lavarnos el cerebro. Pero igual una idea extraña se apodera de mi mente. Apenas pueda me compro un plumón y dejo mi marca en este tren, alguna vez inmaculado. Stop.
La ventolera de su llegada despeina a todos los desesperados que queremos que nos lleve desde aquí hacia otro sol menos manchado.
Las alamedas arriba de nosotros retumban como banda sonora atonal de la película que las cámaras de vigilancia filman todo el santo día.
Crecimos así, de estación en estación. Aburridos de oír la corrosiva música ambiental de andenes y vagones, nos fuimos comprando cada uno su par de fonos para así taponearnos las orejas y acarrear nuestras burbujas por la ciudad.
El metro de nuestra infancia creció, perforando y demoliendo avenidas y barrios para transportar más gente. El trazado de las líneas se desfiguró. La antigua cruz deforme de las líneas 1 y 2 mutó en lo que ahora se parece más a una red en el plano de Santiago.
Este tren pasó también a formar parte de los mitos nacionales. Junto a la bandera y el himno patrio más lindos, nuestro ferrocarril urbano supuestamente se anotó en los rankings mundiales como el más limpio y mejor cuidado por los usuarios.
A esta leyenda se sumaba otra. En dictadura el metro era uno de los espacios públicos más vigilados, como buen juguete de tirano. Entonces circulaba la versión de que en su música insípida ponían mensajes subliminales destinados a inducirnos a no botar papeles, a no rayar y a portarse de lo más bien. En fin, por las buenas o por las malas nos convencieron de que el metro hay que cuidarlo.
Pero los tiempos cambian, y después de todo ese respeto a muros, pisos y ventanas que nos enseñaron, ahora es la misma empresa la que ensucia sus territorios. Claro, esta vez no se trata de estampar un tag o una consigna política o algún mensaje fálico. Es sólo publicidad, monedas negocios varios.
La publicidad envuelve entero cada tren, escondiendo bajo su color autoadhesivo y omnipotente toda posibilidad de no recibir el mensaje, a menos que cierres los ojos. A tus pies un logotipo te saluda. A través de la ventana otra pieza gráfica te oculta a medias los rostros de los otros pasajeros. Allí arriba en el techo tampoco hay escapatoria. El eslogan está en la tierra, el cielo y en todo lugar.
Como enormes culebras en arriendo, los vagones salen desde el túnel hacia la estación, camuflados para la Guerra de las Colas.
¿Qué mensaje subliminal podemos suponer ahora saliendo por los parlantes? ¿Las teles en los andenes nos dirán algo más turbio de lo que creemos ver?
Se acaban las pilas de mi discman. Luego entra el ruido externo por las esponjas de los auriculares. No quiero ser tan mal pensado, ni creer que alguien insiste en lavarnos el cerebro. Pero igual una idea extraña se apodera de mi mente. Apenas pueda me compro un plumón y dejo mi marca en este tren, alguna vez inmaculado. Stop.
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