Salir a pelear
Pasa un largo bus del Transantiago, blanco y algo sucio. Va repleto y más que repleto de pasajeros. Como si fuera poco, sobre su techo van unos veinte tipos gritando consignas futboleras, mientras agitan banderas y brindan con cerveza. Algunos van de pie, la mayoría están sentados, aguantando el bamboleo de la máquina. Todo esto mientras el vehículo avanza por una ancha avenida, rumbo al estadio, allá cerca de la cordillera.
El espectáculo es extraño. A pesar de lo estúpido y anormal que puede ser, nadie parece preocuparse mayormente. La gente en las aceras y los paraderos lo ve pasar como pasa el viento. El chofer del bus conduce con una cara de lo más tranquila. Es un momento de esos en los que pareciera que se acabaron las sorpresas. Recuerdo otras imágenes que uno ha visto en películas o en las noticias, o incluso en persona. No sé: trenes en la India, rebosantes de pasajeros. Un señor dormido sobre una montaña de repollos que abarrotan un camión desbocado por alguna carretera. Vehículos de insurgentes que atraviesan una ciudad, agitando sus armas, mientras se dirigen hacia alguna guerra a unos kilómetros más allá. De alguna manera debe ser más o menos así: hay una guerra un poco más allá, pero a los que no la van a pelear no les interesa, y perciben apenitas a estos precarios guerreros que salen a pelear trepados sobre un bus, en precario equilibrio sobre su propia estupidez.
El móvil se aleja hacia el oriente, mientras yo me desplazo hacia el poniente, en exacta dirección contraria. Y todo lo que describí, ahorrándome palabras, apenas lo alcancé a percibir nada más que un par de segundos. Los parlantes de mi auto es más lo que chicharrean que lo que verdaderamente suenan. Aún así, alcanzo a distinguir los versos con que el Indio Solari cierra su casi genial disco Porco Rex. “Donde hay dolor habrá canciones”. Nueve. Son sólo nueve sílabas que sirven para definir un plan, una visión de vida y un resultado sonoro. No pienso escribir por el momento un review de un disco que salió el año pasado. Pero es extraño constatar como esos y otros versos se aferran con dientes y uñas a la realidad cada minuto que pasa, con más y más fuerza.
Mientras avanzo por el incierto asfalto de la patria, mi torpe humanidad junto a la de otros miles se lanza en plan de buscar acá o allá algo con que llenar ciertos vacíos. Cada cual sabrá, si tiene suerte, de qué está hecha esa materia milagrosa que se busca. Yo no lo sé, no tengo la menor idea.
Y cruzo y cruzo puentes, avenidas infames, tacos soporíferos. Y esquivo a un compatriota tras otro que me viene con su propio cuento, que me limpia los vidrios, que me vende un chocolate, que quiere monedas para los niños moribundos o los bomberos más heroicos. Los evado uno a uno, con mi mirada compasiva y mentirosa, subiendo el volumen de la radio para que el rock and roll de rabia tome el mando y pilotee todas estas naves.
Si, ya sé que no voy a ninguna parte. El sol no hace más que ir cayendo hacia su cuna de pequeños cerros. La gente no hace más que huir del frío iluminado de un otoño con sequía. Solari persevera con lo suyo: “Acabo de perderlo todo: bebamos de las copas más lindas que tenemos”. Vale. Todo vale.En la siguiente imagen, me veo a mi mismo manejando un extraño vehículo, largo y agusanado. Sobre el techo una bandada de dementes cantan canciones de mi pleno gusto. Acelero cada vez más. No tengo idea de hacia dónde nos dirigimos. Quizás sea una guerra, quizás alguna tregua deliciosa. En cualquier caso, tengo prisa por llegar.
El espectáculo es extraño. A pesar de lo estúpido y anormal que puede ser, nadie parece preocuparse mayormente. La gente en las aceras y los paraderos lo ve pasar como pasa el viento. El chofer del bus conduce con una cara de lo más tranquila. Es un momento de esos en los que pareciera que se acabaron las sorpresas. Recuerdo otras imágenes que uno ha visto en películas o en las noticias, o incluso en persona. No sé: trenes en la India, rebosantes de pasajeros. Un señor dormido sobre una montaña de repollos que abarrotan un camión desbocado por alguna carretera. Vehículos de insurgentes que atraviesan una ciudad, agitando sus armas, mientras se dirigen hacia alguna guerra a unos kilómetros más allá. De alguna manera debe ser más o menos así: hay una guerra un poco más allá, pero a los que no la van a pelear no les interesa, y perciben apenitas a estos precarios guerreros que salen a pelear trepados sobre un bus, en precario equilibrio sobre su propia estupidez.
El móvil se aleja hacia el oriente, mientras yo me desplazo hacia el poniente, en exacta dirección contraria. Y todo lo que describí, ahorrándome palabras, apenas lo alcancé a percibir nada más que un par de segundos. Los parlantes de mi auto es más lo que chicharrean que lo que verdaderamente suenan. Aún así, alcanzo a distinguir los versos con que el Indio Solari cierra su casi genial disco Porco Rex. “Donde hay dolor habrá canciones”. Nueve. Son sólo nueve sílabas que sirven para definir un plan, una visión de vida y un resultado sonoro. No pienso escribir por el momento un review de un disco que salió el año pasado. Pero es extraño constatar como esos y otros versos se aferran con dientes y uñas a la realidad cada minuto que pasa, con más y más fuerza.
Mientras avanzo por el incierto asfalto de la patria, mi torpe humanidad junto a la de otros miles se lanza en plan de buscar acá o allá algo con que llenar ciertos vacíos. Cada cual sabrá, si tiene suerte, de qué está hecha esa materia milagrosa que se busca. Yo no lo sé, no tengo la menor idea.
Y cruzo y cruzo puentes, avenidas infames, tacos soporíferos. Y esquivo a un compatriota tras otro que me viene con su propio cuento, que me limpia los vidrios, que me vende un chocolate, que quiere monedas para los niños moribundos o los bomberos más heroicos. Los evado uno a uno, con mi mirada compasiva y mentirosa, subiendo el volumen de la radio para que el rock and roll de rabia tome el mando y pilotee todas estas naves.
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