Ruta G-25 revisitada
Ruta G-25 revisitada
Buscando los tesoros escondidos de la tierra, cada verano es la ocasión de subir hasta estos cerros del centro de Los Andes. No es lejos pero tampoco es demasiado cerca, no se engañen. Porque este viaje está cargado con la ilusión de una distancia más grande de lo que las cifras nos señalen. Apenas setenta kilómetros bastan para que toda ciudad se pierda en olvido y lejanía. ¿Cuál es el camino misterioso que nos toma para llevarnos hacia una vida lenta y bella? Ni más ni menos que la ruta G-25 revisitada, plagiando de mala forma una enorme canción de Bob Dylan. Pero en este camino no hay un dios que nos pida sacrificar un ser amado, como en ‘Highway 61 Revisited’.
Sobre su asfalto, sobre su tierra, ya sea en bus u otro vehículo, encendemos la radio de la mente y cantamos la gloria y el jolgorio de andar libres por esta enorme luz.
La tierna brutalidad del sol nos acompaña. Y aunque nos queme espalda y hombros, ese calor es el que mueve los vientos, y el aire despeina los cabellos de los seres más amados, y todo está tan calido de amor entonces.
La G-25 no es un camino de los fáciles. A cada rato hay un peligro puesto allí para esquivarlo, para avanzar en medio del furor y la cautela. Abismos increíbles que nos gritan con su resonancia: “¡sigan, sigan avanzando! Más allá los espera la sagrada sombra de los árboles, y furiosos ríos que derrotarán la sed”.
Los que suben y los que bajan esta ruta forman una cofradía donde resiste la libre humanidad. Lanzada al viaje con una precaria mochila, una frazada enrollada y botellas de líquidos vitales, para encontrar así su cielo abierto, su conversación insomne bajo el poder del infinito de estos cielos. La amistad y la pasión se hacen pan tostado, mermeladas naturales y música cantada a coro, con un eco de montañas demasiado poderosas.
En las precarias micros que trepan por acá se arman amistades del momento. Conversaciones, consejos sobre tal o cual cumbre, tal o cual quebrada que subir para encontrarse la sorpresa de un lago, una vertiente, un valle donde todo se renueva. Relatos de aventuras vividas un poco más allá, pescando en esas aguas, bañándose en una cascada o durmiendo bajo sauces fieles. Y mientras se habla, se abren latas de cerveza fraternal, tarros de atún, paquetes de galletas, para compartir, para acompañar, para aligerar el viaje.
Y todo gracias a esta frágil carretera, la G-25. Apenas una huella para los estándares de la modernidad. Para nosotros, una arteria que conduce al centro de las almas. Sentimos su sabor a espíritu, a beso y a fogata, a fruto salvaje. Sentimos su olor a lluvia y temporales, mientras unos cóndores sobrevuelan la ilusoria vida de la gente, nuestra propia existencia ingenuamente feliz. Acá se siente uno a salvo de agresión y lucha, a salvo de cualquiera de estas guerras cotidianas en que se nos ocurrió vivir.
Avancemos otra eternidad por esta ineludible senda. Señoras y señores: bajo sus pies, bajo sus ruedas, se despliega como una jovial serpiente la honorable G-25, el más encabritado de los horizontes.
Buscando los tesoros escondidos de la tierra, cada verano es la ocasión de subir hasta estos cerros del centro de Los Andes. No es lejos pero tampoco es demasiado cerca, no se engañen. Porque este viaje está cargado con la ilusión de una distancia más grande de lo que las cifras nos señalen. Apenas setenta kilómetros bastan para que toda ciudad se pierda en olvido y lejanía. ¿Cuál es el camino misterioso que nos toma para llevarnos hacia una vida lenta y bella? Ni más ni menos que la ruta G-25 revisitada, plagiando de mala forma una enorme canción de Bob Dylan. Pero en este camino no hay un dios que nos pida sacrificar un ser amado, como en ‘Highway 61 Revisited’.
Sobre su asfalto, sobre su tierra, ya sea en bus u otro vehículo, encendemos la radio de la mente y cantamos la gloria y el jolgorio de andar libres por esta enorme luz.
La tierna brutalidad del sol nos acompaña. Y aunque nos queme espalda y hombros, ese calor es el que mueve los vientos, y el aire despeina los cabellos de los seres más amados, y todo está tan calido de amor entonces.
La G-25 no es un camino de los fáciles. A cada rato hay un peligro puesto allí para esquivarlo, para avanzar en medio del furor y la cautela. Abismos increíbles que nos gritan con su resonancia: “¡sigan, sigan avanzando! Más allá los espera la sagrada sombra de los árboles, y furiosos ríos que derrotarán la sed”.
Los que suben y los que bajan esta ruta forman una cofradía donde resiste la libre humanidad. Lanzada al viaje con una precaria mochila, una frazada enrollada y botellas de líquidos vitales, para encontrar así su cielo abierto, su conversación insomne bajo el poder del infinito de estos cielos. La amistad y la pasión se hacen pan tostado, mermeladas naturales y música cantada a coro, con un eco de montañas demasiado poderosas.
En las precarias micros que trepan por acá se arman amistades del momento. Conversaciones, consejos sobre tal o cual cumbre, tal o cual quebrada que subir para encontrarse la sorpresa de un lago, una vertiente, un valle donde todo se renueva. Relatos de aventuras vividas un poco más allá, pescando en esas aguas, bañándose en una cascada o durmiendo bajo sauces fieles. Y mientras se habla, se abren latas de cerveza fraternal, tarros de atún, paquetes de galletas, para compartir, para acompañar, para aligerar el viaje.
Y todo gracias a esta frágil carretera, la G-25. Apenas una huella para los estándares de la modernidad. Para nosotros, una arteria que conduce al centro de las almas. Sentimos su sabor a espíritu, a beso y a fogata, a fruto salvaje. Sentimos su olor a lluvia y temporales, mientras unos cóndores sobrevuelan la ilusoria vida de la gente, nuestra propia existencia ingenuamente feliz. Acá se siente uno a salvo de agresión y lucha, a salvo de cualquiera de estas guerras cotidianas en que se nos ocurrió vivir.
Avancemos otra eternidad por esta ineludible senda. Señoras y señores: bajo sus pies, bajo sus ruedas, se despliega como una jovial serpiente la honorable G-25, el más encabritado de los horizontes.
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