Dos Días
Dos Días
Dos días. Eso es lo que se demoraron en demoler la casa en la cual viví casi sin interrupciones desde 1979 hasta hoy. No es poco. De hecho, al escribir la oración y volver a leerla, quedo sin aliento.
Y sin aliento quedé en la tarde de hace una semana. La voz de mi amor sonó al teléfono para decirme: “no queda nada, lo botaron todo”. Así de simple.
Los detalles de cómo se llega a eso es mejor ahorrárselos. Que la familia, que la sucesión, que repartan todo, que conviertan una vida de esfuerzos (las de mis abuelos), en unos cuantos vale vista del banco del Más Allá, que esto y que lo otro.
Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
En realidad fue en menos tiempo. Fue uno sólo. La propiedad tenía dos construcciones. Una era un pub, y la otra la casa. Se echaron la casa primero.
El Señor Demoledor (que así se presentó), nos había visitado semanas antes, para ver por dónde entraría a picar. Mientras tomaba sus medidas, dijo, como pidiendo disculpas: “lo siento, es mi trabajo”. Él si entendía los alcances de su negocio.
Más tarde, su exploración se traduciría en unos insectos de metal entrando a través de las paredes. Abrieron un camino entre las piezas vacías y el jardín, hasta llegar al patio trasero. Por el lado, un pequeño ejército de hombrecillos seguía a las máquinas con una manguerita, lanzando ridículos chorros de agua que trataban de espantar el polvo.
Días antes, tías y familiares varios se dieron el gusto de sacar cosas de la vieja casa. El plan era tomar recuerdos, pero el asunto terminó en un saqueo consentido. Arrancaron chapas de las puertas, sanitarios del baño y el alambre del timbre, entre otros tesoros encontrados. Muchos de los cachureos que dejamos se los llevaron esas escuadras organizadas. Ellos se alegraban con la ropa vieja, los neumáticos botados, los peluches piojosos. Vale. Todo, todo vale. Todo en esta vida vale y vale.
Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
Arrancaron los árboles de cuajo. Eso ya era fuerte cuando uno leyó y vio “El señor de los anillos”, pero que saquen a tirones tu almendro, tu laurel, tu ciruelo, es un exceso. Pero nunca fue suficiente. No lo fue hasta que lo que quedó de una casa y sus vidas terminó en un sitio eriazo, una tierra baldía.
Quedaron los limpios hechos. Medio tapado con malla sombreadora verde, el terreno mostraba en plena noche su inquietante desnudez. Una pala mecánica en el fondo del lugar (donde colgábamos la hamaca, ¿lo recuerdas?). Un camión justo donde sepultamos al Perrito (así, con sus mayúsculas). Y la oscuridad, el vacío. El tiempo que pasa su cuenta. Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
En realidad fue menos de un día cronológico. Fue una jornada de trabajo. Ocho horas, quizás menos, una sarta de feroces minutos. Décadas y décadas, transformadas en tierra y escombro. Luego, unos camiones cargan todo y se desaparecen entre el tránsito.
A estas alturas, sólo queda en pie un muro medianero, que separa la casa asesinada de la de los vecinos. En ese sector alguna vez vivieron unos primos dementes y duros. Ellos se las arreglaron para llenar las paredes con toda la imaginería rockera, tipo calavera con cachos y estrellas de cinco puntas, más las caras de algunos héroes del estilo. Desde ese muro, nos observa en inquietante blanco y negro, el retrato certero de Jim Morrison. Él ya sabía, desde hace mucho tiempo, que este es el fin, el fin.
Dos días. Eso es lo que se demoraron en demoler la casa en la cual viví casi sin interrupciones desde 1979 hasta hoy. No es poco. De hecho, al escribir la oración y volver a leerla, quedo sin aliento.
Y sin aliento quedé en la tarde de hace una semana. La voz de mi amor sonó al teléfono para decirme: “no queda nada, lo botaron todo”. Así de simple.
Los detalles de cómo se llega a eso es mejor ahorrárselos. Que la familia, que la sucesión, que repartan todo, que conviertan una vida de esfuerzos (las de mis abuelos), en unos cuantos vale vista del banco del Más Allá, que esto y que lo otro.
Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
En realidad fue en menos tiempo. Fue uno sólo. La propiedad tenía dos construcciones. Una era un pub, y la otra la casa. Se echaron la casa primero.
El Señor Demoledor (que así se presentó), nos había visitado semanas antes, para ver por dónde entraría a picar. Mientras tomaba sus medidas, dijo, como pidiendo disculpas: “lo siento, es mi trabajo”. Él si entendía los alcances de su negocio.
Más tarde, su exploración se traduciría en unos insectos de metal entrando a través de las paredes. Abrieron un camino entre las piezas vacías y el jardín, hasta llegar al patio trasero. Por el lado, un pequeño ejército de hombrecillos seguía a las máquinas con una manguerita, lanzando ridículos chorros de agua que trataban de espantar el polvo.
Días antes, tías y familiares varios se dieron el gusto de sacar cosas de la vieja casa. El plan era tomar recuerdos, pero el asunto terminó en un saqueo consentido. Arrancaron chapas de las puertas, sanitarios del baño y el alambre del timbre, entre otros tesoros encontrados. Muchos de los cachureos que dejamos se los llevaron esas escuadras organizadas. Ellos se alegraban con la ropa vieja, los neumáticos botados, los peluches piojosos. Vale. Todo, todo vale. Todo en esta vida vale y vale.
Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
Arrancaron los árboles de cuajo. Eso ya era fuerte cuando uno leyó y vio “El señor de los anillos”, pero que saquen a tirones tu almendro, tu laurel, tu ciruelo, es un exceso. Pero nunca fue suficiente. No lo fue hasta que lo que quedó de una casa y sus vidas terminó en un sitio eriazo, una tierra baldía.
Quedaron los limpios hechos. Medio tapado con malla sombreadora verde, el terreno mostraba en plena noche su inquietante desnudez. Una pala mecánica en el fondo del lugar (donde colgábamos la hamaca, ¿lo recuerdas?). Un camión justo donde sepultamos al Perrito (así, con sus mayúsculas). Y la oscuridad, el vacío. El tiempo que pasa su cuenta. Todo es muy cierto, todo son razones atendibles, nadie le hace asco a la plata, y está bien, pero…
En realidad fue menos de un día cronológico. Fue una jornada de trabajo. Ocho horas, quizás menos, una sarta de feroces minutos. Décadas y décadas, transformadas en tierra y escombro. Luego, unos camiones cargan todo y se desaparecen entre el tránsito.
A estas alturas, sólo queda en pie un muro medianero, que separa la casa asesinada de la de los vecinos. En ese sector alguna vez vivieron unos primos dementes y duros. Ellos se las arreglaron para llenar las paredes con toda la imaginería rockera, tipo calavera con cachos y estrellas de cinco puntas, más las caras de algunos héroes del estilo. Desde ese muro, nos observa en inquietante blanco y negro, el retrato certero de Jim Morrison. Él ya sabía, desde hace mucho tiempo, que este es el fin, el fin.
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