miércoles, febrero 27, 2008

“En la esquina de mi barrio…” *

“En la esquina de mi barrio…” *

El rock and roll suma y suma décadas, mientras sus héroes envejecen y se sientan a esperar a esa vieja huesuda que los pasará buscar. Quizás sea la última gira, o apenas la primera, si uno está frente a la eternidad. Bien lo sabe un tal Plant, que se declara listo para comenzar a envejecer.
La dignidad de lo que entendemos por “humano” muestra toda su fuerza justamente en saber envejecer. El rock nos engaña con su eterna adolescencia, y nosotros bailamos esa fantasía. Pero a la vuelta de la esquina, viejos ángeles desplumados nos recuerdan lo que viene.
Con los fonos en la oreja, escucho un torrente de lanzamientos 2007, desde Skay hasta Soiuxie, pasando por The Cult y Manu Chao. Es lo que el lugar común denomina “banda sonora de la vida”. Dios bendiga los dispositivos portátiles de escucha. Y con esa bendición revelo mi propia condición de viejo vinagre, que insiste en asombrarse con cada aparato que lanzan. La huesuda también me espera, no hay nada que hacer.
Mientras eso sucede, miro los barrios a mi alrededor. Cerca de la casa proliferan botillerías con servicio “al paso”: los ebrios locales, envejeciendo a tono con el sector, se hacen monedas quién sabe cómo, para servirse su penúltima cañita. A diferencia de otros suburbios de población más joven, acá los que beben en las calles son los sub 60 y 70. Y eso le da un tono algo menos agresivo a la embriaguez callejera. Nadie machetea, no hay disputas territoriales ni zapatillas colgando de los cables delimitando fronteras. Los curaditos se las arreglan para nutrir su jolgorio piola. Seguramente se toman peso a peso su jubilación, su pensión asistencial. Cuando paso junto a ellos, nunca me piden plata. Sólo me saludan con su sonrisa temblorosa y sus ojos achinados, mientras voy al negocio por zapallo, pan y una cerveza. Vale. Así debe ser el tiempo del envejecer. Quién soy yo para cuestionarlo. Cada uno en lo suyo, no nos pisemos la manguera, no nos rayemos el piso. Acá, por lo menos, todo es cancha. Cada viejo se habrá ganado esta borrachera eterna con el sudor de sus años, trabajando más embrutecidos de lo que ahora están, sentados en la vereda tomando su solcito final.
En otro de mis barrios, donde trabajo día a día, prolifera una ancianidad distinta. Esta es la vejez sobrellevada entre algodones, al cuidado de silenciosas nanas o enfermeras, que siguen los sigilosos pasos de estos viejos. Algunos avanzan conectados a tubos de oxígeno. Otros son acarreados en modernas sillas de ruedas. Todos tienen en común una piel delgada y pálida, nunca expuesta a la brutalidad del sol. Estos ancianos parecieran estar viviéndose hace rato sus descuentos. Son llevados por la poderosa inercia que la plata le da a los que debieran haber fallecido de muerte natural. Difícilmente uno se los imagina haciendo alguna vez en su vida un esfuerzo para vivir. Y no hablemos siquiera de tomar una pala o un chuzo. Pensemos apenas en subir cinco pisos por la escalera, o prepararse un café, o limpiar un baño. Nada. Ninguna borrachera, un desorden público o alguna tontera menor. Sólo cuidarse, cuidarse mucho, cuidarse para envejecer en este temblor y esta precariedad aireacondicionada. La plata los blinda y los amarra a este día a día sin fin. Temblando de frío en plena primavera, mirando a nadie, huyendo de la luz.
Y allí estoy yo, mirando de lunes a viernes estas dos maneras de envejecer. Me basta un par de micros y un viaje en metro para ver los dos espectáculos vitales. Veo mi propio tiempo de envejecer. Y lo disfruto.

Luego, cuando es de noche, avanzo con paso seguro hacia el negocio de la esquina. Pido mi módica cerveza, mientras en mis fonos canta Robert Plant, y desde la vereda un viejo me sonríe, inclinando la cabeza. A su salud, a mi salud, a la salud de todos.


Urbano Matus
urbanomatus@gmail.com
* Verso de la canción “Balada del Diablo y La Muerte”, de La Renga