martes, marzo 17, 2009

Cuando los ratis

Cuando los ratis me pararon frente a la botillería de emergencia supe que se me venía pesada la noche. Vivía mis estúpidos 18 años, era plena dictadura y cargaba un bolso repleto de cosas inconvenientes. Venía de una fiesta con los compañeros, y el Cloto trató inútilmente de convencerme de que me quedara en su casa en vez de irme tercamente de regreso a casa en plena oscuridad nazi. Pura tontera comunista autodestructiva o algo así, más un optimismo inadecuado para épocas oscuras. Cargaba un video con la historia de los años tempranos del MIR, unos bonos de financiamiento del MDP y un cuaderno con poemas en los que declaraba mi militancia en las gloriosas JJ.CC. Un ideal cóctel de siglas.
Mientras uno de los tiras revisaba el sabroso paquete, otro me miraba desde su auto, sosteniendo indiferente una simpática escopeta recortada en sus rodillas. La presencia del oscuro aparato desincentivaba cualquier plan de fuga desesperada.
Casi sin alegar, me subí al móvil policial, esperando lo inevitable en esos casos: sangre y dolor; martirio y heroísmo póstumo. En una de esas, mi rostro y mi nombre en las murallas. No sé si sería el apelativo real o la chapa, pero supongo que daba lo mismo. En esos tiempos parece que me llamaba Eduardo. Por alguna extraña razón, prefería los nombres comunes antes que los homenajes obvios, como llamarse Salvador o Camilo. Para el caso presente, bastaba con las señales de mi maltratado carné de identidad.
Camino al cuartel, traté de convencer a los trasnochados agentes de que pasáramos a mi casa a avisar del dramón a mis dormidos padres, pero los policías se ahorraron olímpicamente el trámite. Prefirieron la línea recta que llegaba directo al cuartel donde atendían a su clientela.
En él, primero vino el trámite de siempre. Llenado de fichas con mis datos, tocar el piano de las huellas digitales, responder a las preguntas iniciales, hechos que supongo antecedían al festín sanguinolento de más rato.
Los tipos tenían la pega perfectamente dividida, así que los que me detuvieron, que eran de la policía normal, tenían que darle el pase a los políticos. Estos se demoraron en llegar, así que me mandaron a esperarlos a un cómodo calabozo. Éste era frío, oscuro y hediondo a pichí, entre otras cosas. En la celda del lado un tipo invisible gemía sin disimulo. Separados por una pared, una pequeña ventana nos comunicaba.
Cuando cachó que estaba ahí me hizo unas cuantas preguntas para saber porqué había caído. Yo traté de ser lo más discreto, no fuese a pasar que trabajara para los dos lados. A esas alturas, ya me sentía cómodo en mi papel de carne del cañón de la revolución, preparándome para el sacrificio. Intentaba mantener la cabeza fría dentro del creciente pánico y me preparaba para lo peor. Me imaginaba cómo resistir la tortura y todo eso. Y creía que eso era posible para mí.
Al otro lado de los ladrillos, mi socio de presidio me contó de una su verdad. Lo habían agarrado cartereando, en una modalidad bastante rockanrrolera: salía en la moto de su cuñado y, subiéndose a la vereda a toda velocidad, arrebataba bolsos y carteras a las desprevenidas. Esa era su especialidad, casi su orgullo.
El problema era que como los ratis tenían tanta pega acumulada, llevaban dos días tratando de hacer que admitiera que, además de lo que ya había confesado, también había matado a un viejo de por ahí. Así podrían cerrar un caso pendiente desde hace tiempo.
La manera de convencerlo era así: lo desnudaban, lo amarraban en cuclillas con un chuzo entre las piernas, lo levantaban y lo colgaban. Luego, le daban picanazos de electricidad en el ano, el pene y las bolas. Pese a lo convincente del método, el loco se negaba a admitir la imputación. La diferencia entre uno y otro delito era de varios años en prisión. Es decir, lo suficiente como para que él prefiriese aguantarse las sesiones en vez de darles el sí a los anfitriones. Las caricias se repetían más o menos cada dos horas.
El tipo había recibido la visita de su mamá, la que le pasó una cajetilla de cigarros rellenos de la mejor marihuana. La hierba le permitía ir aguantándose el tratamiento lo mejor que podía. Y el inconfundible olor que salía del calabozo parecía no inquietar en absoluto a los dueños de casa. Creo que esa noche fue la primera vez que escuché a alguien decir “me quiero puro matarme”.
En mi calidad de “preso político”, yo me esperaba un peor destino que el del lanza motorizado, así que allí mismo empecé a planear algún tipo de suicidio. Desde su rincón, mi socio insistía en esa misma idea. No había mucho de donde colgarse, así que el trámite era más bien dificil. Igual, caché que si nos hacíamos una cuerda con la ropa, la podíamos pasar por el ventanuco, atarla cada uno a su cuello y ahorcarnos el uno como contrapeso del otro. Igual, me guardé calladito la fórmula.
Al tipo lo sacaban regularmente, y volvía cada vez más dañado y lloroso. Yo ni dormí, entre el ruido de su tormento y mis propias elucubraciones.
Cuando empezaba a amanecer, me llaman para conversar. Bien, me dije, llegó el momento. No me pude despedir de mi vecino, ya que este andaba en su sesión de charla.
En vez de llevarme a algún tipo de cámara de torturas, me sentaron en un patio iluminado y con árboles, frente a un señor mayor con cara de cansado. Él me dijo que había visto el video del MIR y que lo había encontrado bastante aburrido. Según creía, la vida de Luciano Cruz daba para hacer una película bastante más movida que esta, que se enredaba en el discurso y la consigna, dejando de lado la acción. Yo le dije que quizás era un problema de presupuesto. Se sabe que las escenas de acción cuestan su plata.
Por los bonos del MDP ni me preguntó. Apenas dijo que era una coalición bastante moribunda, y que se desgranaría como todo choclo que se respete. Lo miré con ofendido escepticismo.
Me dijo que lo que más le interesaba era que yo admitiera hidalgamente la militancia comunista declarada en mis poemas. Que con eso se daba por satisfecho y que, una vez claro eso, me dejaba ir. Sin amenazas de ningún tipo, el tira iba tratando de convencerme. Sus argumentos hablaban de identidad, orgullo y consecuencia. Qué él hasta me respetaría un poco más si yo admitía el asunto.
Yo le discutía que no, que no había tal. Mi tesis era que lo de ser comunista no era más que una figura literaria. Una forma que tenía el hablante lírico de hacerse parte de la realidad y la contingencia del país. Que el verso era una forma de realidad, no la realidad misma.
No sé como, pero para cuando salió el sol estábamos hablando de Nietzche y del Origen de la Tragedia. Mientras el agente me soltaba su discurso, yo esperaba ver en qué momento me llevaban al cuarto oscuro para destazarme.
Después de horas de debate, se rindió y me llevó hasta su escritorio a llenar unos papeles. Dijo que no lo había convencido pero que igual me iba a dejar libre. Yo no terminaba de creerle, esa es la verdad.
Mientras, me hizo llenar una declaración extrajudicial con un resumen de lo sucedido. Los otros policías seguían con su rutina. Dos de ellos discutían acaloradamente por alguna menudencia burocrática. En un momento, uno amenazó al otro con su revolver, y tuvo que ir un tercero a separarlos. En fin, rencillas de oficina.
Cuando ya me dieron la libertad, me atreví a pedir mis cosas de vuelta. El video y los bonos se quedaban, me dijeron. El cuaderno de poemas lo pensaron un poco pero al final me lo devolvieron. Firmé el libro de salida y recibí el poemario. Alguien a mis espaldas dijo “este es un pobre huevón”, y yo esperé que no se refiriesen a mi, pero no estoy muy seguro.
Al querer salir del cuartel por mis propios pasos, el rati que me interrogó dijo que ellos me llevaban en su auto a la casa. Ahí está, me dije. Me dan por liberado, (sus documentos así lo indican), entonces ellos me traspasan a la CNI y asunto cerrado. Estoy frito.
Entregado a mi destino, subí al vehículo. Me tocó el asiento junto al conductor. Desde ese puesto, me dije que si se pasaban medio metro de mi casa, yo abriría a puerta y me tiraría en fuga desesperada.
No fue necesario. Pararon donde debían, se bajaron conmigo y me entregaron personalmente a mi trasnochado y atónito padre. Algo le dijeron con respecto a que cuidara a su hijo y cosas por el estilo. Se despidieron con un frío apretón de manos y se fueron.


Dos años después me encontré con mi interrogador. Era el mediodía del 1 de enero y yo iba por Ahumada de vuelta de un largo trasnoche. A esas alturas, yo ya no militaba en nada más que no fuesen las milicias del trasnoche y la conversación eterna. Humos varios y líquidos sagrados.
El tipo me invitó a sentarme en un café a conversar, cosa que acepté más bien por inercia que por otra cosa. Después de algunas preguntas policiales esperables, matizadas de consejos al joven desordenado, trató de retomar la conversación de hace tiempo, citando a Nietzche con relajo fingido. Pero yo ya no estaba en esa. Me había inclinado por Teodoro Adorno, y cuando lo terminó de entender, se despidió cortésmente. Pagó la cuenta, me dio la mano y se perdió en la somnolienta calle. Yo seguí mi camino de regreso a casa. Ahí recién me di cuenta de que nunca supe (nunca sabré) si a mi compañero del calabozo del lado lograron culparlo del asesinato.